La Generalitat se está convirtiendo en una caricatura de gobierno (excepto en el área de Sanidad, que se defiende como puede), dirigido por un presidente despechado por la aplicación del estado de alarma y de una política común para todas las autonomías en la lucha contra la pandemia. Quim Torra asumió muy mal desde el primer momento la coordinación centralizada que le impedía practicar una gestión diferenciada ante la emergencia. Desoyendo las continuas llamadas a la lealtad institucional del presidente Pedro Sánchez, ha optado por actuar como fiscalizador del gobierno central, aunque nunca se ha negado a seguir las instrucciones oficiales, solo se distancia verbalmente de las mismas, en una gesticulación muy aparatosa, muy del agrado de quienes creen que el gobierno central lo hace todo mal.

Torra advirtió el mismo día de su investidura de su nulo interés por el gobierno autonómico. El estado de alarma y sus limitaciones en la dirección de la política sanitaria y de orden público, básicamente, le han permitido pasar de las palabras a los hechos. No puede tomar decisiones, pero si criticar las que se aprueban por el gobierno central, aunque su actitud perjudique a la seriedad y a la responsabilidad del gobierno de la Generalitat. La argumentación que subyace en el desprestigio consciente del gobierno autonómico es simple: el Estado de las Autonomías no sirve para otra cosa que para mantener el control del Estado español sobre Cataluña, cuanto antes se dinamite la fórmula, mucho mejor para las aspiraciones independentistas.

“El estado (español) no sirve para nada”, ha sentenciado Oriol Junqueras en su reaparición pública tras semanas de silencio para criticar la actuación del gobierno de Sánchez. En esta convicción no hay diferencia entre Torra, Puigdemont y Junqueras, aunque si las haya en otros detalles menores, estrictamente tácticos. El estado lo hace mal y nos obliga a hacerlo mal, este es el mensaje que Torra repite a diario. De vez en cuando, trufa su discurso con algunos amagos de desobediencia ficticia, del estilo “exigimos que  no se vuelva al trabajo en Cataluña”, para luego reconvertir su reclamación en una reunión extraordinaria y nocturna de su gobierno para aprobar unos consejos de seguridad para la apertura de empresas, prácticamente calcados a los divulgados unas horas antes por el ministerio de Sanidad.

La distribución de mascarillas ha dado lugar a otra gesticulación absurda. En cuanto se vio que el final de la hibernación empresarial era inevitable y que el gobierno central estudiaba como distribuir las mascarillas para los trabajadores afectados, el mismo Torra anunció que el martes de esta semana, los catalanes podrían acudir a las farmacias a recoger las mascarillas que iba a distribuir la Generalitat. Una seria advertencia del Colegio de Farmacéuticos alertando de la imposibilidad de efectuar dicha operación en el plazo prometido y el retraso en disponer de las mismas obligó al gobierno catalán a aplazar la distribución hasta la próxima semana como mínimo.

Torra no está solo en su combate desigual con Sánchez. Meritxell Budó, la portavoz del gobierno que había quedado marginada de la mesa de negociación sobre el conflicto político catalán, ha retomado protagonismo en esta etapa de caricaturización. Ella y el consejero de Interior, Miquel Buch, en su incansable búsqueda de errores en las decisiones de Madrid, han propiciado uno de los momentos más absurdos de la emergencia: la polémica por la coincidencia del número de mascarillas enviadas por Sanidad a Cataluña con el año fetiche del independentismo. La llegada de 1.714.000 mascarillas fue calificado de provocación, de falta de respeto a los hechos acaecidos en el año 1714 (el final de la guerra de Sucesión entre la casa de Austria y los Borbones), un ejemplo más de la maldad del Estado que no respeta ni situaciones dramáticas como la actual. La indignación sobreactuada de estos dos consejeros, a los que se sumaron Torra y Puigdemont, desató una batalla monumental en las redes entre partidarios y detractores del gobierno Torra. El diputado de ERC, Gabriel Rufián, sobre la interpretación conspirativa de los dos consejeros de JxCat, escribió: “No, no es el Polonia”, en referencia al programa de humor político de TV3.  

La contraprogramación al gobierno Sánchez, casi siempre verbal, excepto en este caso de las mascarillas no disponibles todavía en las farmacias, es casi de opereta. Las comparecencias de Torra se suelen superponer a las del presidente Sánchez para discrepar habitualmente de las propuestas del consejo de ministros, aunque esta acción solo surja efecto en el caso de TV3 (suficiente para el éxito de la maniobra). El argumento es siempre el mismo: nuestros expertos (esencialmente el virólogo Oriol Mitjà, promocionado finalmente a asesor del gobierno catalán) nos dicen lo contrario, será responsabilidad del estado sí esto (lo que sea, la negativa al confinamiento total de Cataluña, el final del cierre de las empresas, el retraso en la llegada de respiradores) tiene consecuencias negativas.

Los inconvenientes de la centralización de compras decretada con el estado de alarma, la inoperatividad de los conclaves dominicales de Sánchez con los presidentes autonómicos, convertidos por éstos en un foro de críticas casi siempre sobre decisiones ya tomadas por el consejo de ministros, han alimentado las quejas de la Generalitat, ayudándole a difuminar sus propios problemas. El más acuciante, el de la pésima gestión del colapso de las residencias de ancianos en las que se han registrado un tercio de los fallecimientos totales en Cataluña. Al margen de la gesticulación de Torra, el resto de departamentos intentan diseñar algunas acciones propias, como es el caso de la línea de crédito aprobada para el sector cultural o la distribución de portátiles a los alumnos que no disponen de ellos para combatir la brecha digital.