Cuando Julio César vio que entre sus agresores estaba su querido Bruto pronunció a la famosa frase ‘Et tu, Brutus?’ (¿Y tú también, Bruto?), que según otras versiones fue en realidad ‘Y tú también hijo?’. Otros ponen en duda que el divino Julio tuviera tiempo para frases en un momento tan comprometido, pero damos crédito a la leyenda porque, en casos así, ‘si no è vero, è ben trovato’.

Cuando esta mañana supimos por el propio Iñaki Gabilondo que desde hoy deja de hacer su comentario de las ocho y media en la cadena SER, sentimos que su adiós tenía algo de súbita puñalada a quienes con tanta atención y afecto lo hemos venido escuchando desde hace décadas. Y algo también de puñalada a la mejor y más noble tradición del pensamiento periodístico ilustrado en un país de poca tradición en pensar de forma ilustrada y no digamos periodística. Et tu, Ignatius? Et tu, pater?

En el ámbito mediático pero no solo en él, Gabilondo vendría a ser algo así como nuestra tercera España… si es que tal España existió alguna vez. Por irnos algo lejos pero no demasiado, en esa tercera España más bien conjetural suele incluirse al periodista y escritor sevillano Manuel Chaves Nogales, pero en verdad el autor de ‘A sangre y fuego’ nunca dejó de ser fiel a la república: siempre estuvo, inequívocamente, alineado en una de las dos Españas.

Lo que diferenciaba a Chaves de tantos otros republicanos es lo que ha diferenciado siempre a Iñaki Gabilondo de tantos otros periodistas: no el sitio donde estaba, sino el modo en que estaba en ese sitio.

No es lo mismo el modo en que Miguel de Unamuno o Josep Pla estuvieron con los sublevados del 36 que el modo en que lo estuvo José María Pemán; no es lo mismo el modo en que estuvo con la legalidad republicana Antonio Machado que el modo en que lo estuvo José Bergamín.

A su manera cabal, ponderada y serena, Gabilondo siempre ha procurado escapar de la lógica descarnadamente binaria y excluyente que tanto daño ha hecho al país de unos siglos a esta parte. Su bando es la izquierda, pero su modo de estar en él trasciende al propio bando. Sus comentarios siempre han sido severos, puede que ignacianos en ocasiones, pero en sus intervenciones nunca perdió de vista la idea –ética y políticamente crucial– de hacer el menor daño posible.

Resumidamente, estas son sus razones:  “Me siento incapaz de continuar haciendo comentarios y análisis políticos. Estoy empachado. No quiero ser el cenizo pesimista de las ocho y media. Sé defender mis opiniones, pero cada vez me cuesta más tenerlas. El enconamiento partidista ha generado moldes de respuesta rápida que no me van, francamente”.

Con 78 años cumplidos, en la renuncia de Gabilondo habrá razones de orden puramente biológico, sin duda, pero en ella se adivina un cansancio que no sería vital en sentido estricto, sino más bien ético, ciudadano, intelectual, un cansancio de hombre bueno en el mejor sentido de la palabra bueno.

Unos le quitan el sonido a los telediarios para no escuchar según qué cosas –la deslealtad congénita de cierta derecha, pero también el narcisismo estomagante con que la izquierda disfraza su impotencia– mientras que otros, como Iñaki, deciden cortar por lo sano, como diciendo “ahí os quedáis”.

La simbólica puñalada de Iñaki tiene algo de señal de alarma, aunque no sepamos muy bien de qué alarma. ¿Es acaso un presagio de que los mejores están optando por abandonar el campo de batalla? Y si es así, ¿por qué? ¿Porque el aire mismo donde se desarrollan las hostilidades se ha hecho irrespirable? ¿Por lo mucho que les incomodan esas nuevas técnicas de combate en las que, resumiendo mucho, vale todo?

En los últimos años se han venido produciendo más deserciones de las que parece, pero la mayoría de ellas han consistido en un simple cambio de bando. Nombres importantes de la izquierda ilustrada se han ido la derecha, se han entregado al delirio identitario o simplemente se han dedicado a ganar dinero. Iñaki no cambia de bando: se limita –con todo el derecho del mundo, por cierto– a abandonar educadamente la guerra.