Con el colesterol disparado, los triglicéridos fuera de control y la tensión escalando posiciones, una semana antes de cumplir los 65 ya tenía en mente cómo titularía el artículo: ‘Mi primer pastillero’. Acababa de adquirirlo: siete cajitas acopladas en columna, con dos compartimentos cada una, el sol dibujado en el de la izquierda para guardar las pastillas del día y la luna en el de la derecha para las nocturnas. Cada día de la semana con su color y su nombre bien visible: lunes fucsia, martes naranja, miércoles rojo, jueves verde, viernes azul clarito, sábado violeta y domingo azul marino. Guay. Atozet, Acediur, Hidroferol, Secalip, Omeprazol… No digo que me lo mejores, solo iguálamelo.

Sin embargo, a solo tres días del cumpleaños saltó la liebre del infortunio, obligándome a cambiar de urgencia el contenido y el título de la pieza, que ahora solo podría llamarse ‘Mi primer infarto’. Sucedió el domingo pasado en una aldea enclavada en las abruptas soledades de la Sierra del Segura, justo en la esquina del mapa donde confluyen las provincias de Murcia, Albacete, Jaén y Granada y donde el hospital más cercano, en Caravaca de la Cruz, está a una hora larga en coche.

Estrenar el programa para veteranos 6 punto 5 otorga cierto derecho a dar la brasa filosófica. Nuestras vidas suelen estar jalonadas de primeras cosas que un día fueron importantes y que nuestra memoria guarda celosamente para que no dejen de serlo: el primer beso, el primer amor, el primer pecado, el primer amigo, el primer hijo, la primera herida… Cuando en tu vida le llega el turno al primer pastillero sabes que lo mejor ha pasado, pero sabes también que vas a pelear para que no te arrebaten el tiempo que te queda, aunque tu armamento para combatir no sea muy allá: menos Cruzcampo, nada de White Label, adiós carne roja, más bici, menos sal…

Suelo imaginar que la muerte es como el Gordo de Navidad porque siempre les toca a los otros. Esta vez casi me toca a mí. Se acerca con paso de lobo y andares de culebra, escribió el mejor Cela. La muerte, anoto yo, es un Gordo inverso que siempre acaba tocando. Pero no esta vez. No ahora. No este domingo luminoso y helado de febrero.

En el centro de salud de Nerpio estaban de guardia un médico africano y una enfermera española: cálidos, veloces, diligentes. Exactos. Como la cosa podía ponerse aún más fea de lo que estaba, descartaron el traslado en ambulancia a Caravaca y gestionaron el desplazamiento desde Albacete de un helicóptero medicalizado que en apenas media hora aterrizaba en los ejidos de Nerpio. Como en las películas.

El ruido milagroso de las aspas amortiguaba momentáneamente el tenebroso tic tac del Reloj del Gordo, que parecía impacientarse: mucho está tardando el hipertenso este en entregar el alma; siempre anda haciendo chistes sobre mí, que si la muerte está sobrevalorada, que si no es para tanto porque cuando yo esté él ya no estará, lo de siempre desde hace siglos, qué harta me tienen estos listos, pero esta mañana no veo que bromee mucho ni que filosofe como suele hacer con sus amigachos descreídos al salir del cine, esta mañana sospecha que si he venido a la Sierra no voy a irme de vacío; ha habido días mejores, no lo niego, cuando no hay medicuchos cerca la cosa suele ir como la seda, pero echar al zurrón a un periodista sabihondo a punto de jubilarse no es tan mal comienzo de la jornada…

Sin embargo, viendo a los sanitarios locales operar en tierra con tanta tenacidad y eficiencia antes de ceder el testigo a sus colegas aéreos del 112 y luego estos a su vez a los máquina de la Unidad de Cardiología del Hospital General de Albacete, la Muerte debió pensárselo y posponer sus planes. La sanidad pública es una Portentosa Maquinaria que, bien engrasada y a punto, no vence, claro está, a la Muerte pero la pone en fuga, la retrasa, la burla aunque finalmente siempre gane ella.

Cuando abandoné el quirófano donde me restauraron con un muelle la arteria obturada, calculé que aquel día no me tocaba el Gordo. La Muerte siguió su camino. Sin prisa. Sin fastidio. Sin rencor. Esta vez me voy, pero volveré, Antonio Avendaño. ¿Te gustan las pelis de James Cameron, eh? Pues entérate de una maldita vez: el verdadero Terminator soy Yo.