Como acaba de morir, ya podemos decirlo: Rafael Sánchez Ferlosio era nuestro último escritor nacional. Puede aventurarse que su predecesor en el cargo fue Camilo José Cela, pero Cela lo habría sido de una España que en unos pocos decenios se nos ha quedado antigua, trasnochada.

En Cataluña, el último escritor nacional fue, naturalmente, Josep Pla, pero ese destino inevitable está siendo postergado por la dificultad para encajarlo en el entramado institucional catalán y encontrarle la hornacina adecuada en el sesgado santoral de la nación.

Algo parecido le ocurre a Ferlosio, escritor nacional a su pesar como el propio Pla, y no, por cierto, como Cela, que siempre quiso serlo y finalmente tuvo la desgracia de tener éxito en su empeño.

La primera edición del Telediario de ayer de Televisión Española no abrió con Ferlosio, postergado a la cola de las noticias de cabecera, aunque antes que los deportes. Es obvio que con Cela no habría sucedido tal cosa. Puede que ni siquiera con Arturo Pérez-Reverte, a quien, confundiendo bastante las cosas, mucha gente consideraría también un escritor nacional aunque esté, obviamente, muy lejos de serlo.

Si la postergación de Ferlosio en el noticiero nacional por antonomasia hubiera sido por motivos políticos, no habría nada que objetar –mejor dicho, mucho que objetar, pero las objeciones no tendrían mayor importancia ni misterio–, pero lo cierto es que el Telediario actual es notoriamente libre, riguroso, equilibrado y muy profesional, virtudes que ayer no lograron escapar a ese espíritu de nuestro tiempo que prescribe que un premio Nobel muerto abra las noticias de las tres, pero sugiere un espíritu libre y difícil de encuadrar en el catálogo hagiográfico nacional debe ser relegado a la garita de la sección de Cultura.

La grandeza –algo paradójica– de Ferlosio es que era nuestro último escritor nacional, pero al mismo tiempo no era ni nunca será lo que se conoce como ‘uno de los nuestros’. En realidad, Ferlosio es y siempre será ‘uno de los nuestros’ únicamente para un puñado de lectores y amigos cuya característica más definitoria sería precisamente su alergia a la idea misma de ‘uno de los nuestros’, que con tanta tenacidad combatió el autor de El Jarama, ya entonces insobornable pensador agazapado entre las páginas de aquella primera novela que tan equívocamente decía detestar.