Honra a los más de 70 exministros, expresidentes autonómicos, embajadores y otros antiguos altos cargos haber firmado un manifiesto en defensa del rey emérito Juan Carlos I: los honra porque es una defensa difícil, arriesgada, una defensa a contracorriente no ya de las redes sociales, sino de los numerosos indicios de que el monarca deshonró la alta magistratura que desempañaba al aceptar del jefe de un Estado extranjero un regalo, donación o comisión de 100 millones de euros que escondió en paraísos fiscales.

Escrito con buena prosa -el rey Felipe debería fichar a su autor para que le escribiera los discursos-, el texto se embarca noblemente en una tarea imposible: salvar el buen nombre de Juan Carlos apelando al valor indiscutible de su legado político y a su derecho a la presunción de inocencia.

Los abajo firmantes quieren salvar al rey, pero también quieren salvarse a sí mismos. Están en su derecho. El legado de Juan Carlos es también el legado de todos ellos, pues no en vano dedicaron buena parte de sus vidas a cimentar, construir y engalanar el edificio de la democracia restaurada. No pueden permitir que se diga que sus vidas y lo que hicieron con ellas no vale nada. Y tienen razón: 40 años de concordia y libertad así lo certifican.

El suyo es un manifiesto melancólico, teñido de esa vaga tristeza que empaña toda iniciativa condenada al fracaso. Nadie puede salvar a Juan Carlos, como nadie pudo salvar a Rodrigo Rato o a José Barrionuevo, cuyos méritos institucionales nunca pudieron redimir sus delitos personales.

Tienen razón los firmantes en reivindicar la herencia política de don Juan Carlos. Hasta que se supo lo de sus dineros de procedencia sospechosa, Juan Carlos ostentaba los eximios laureles que lo acreditaban como el primer Borbón que nos había salido bueno en 300 años. Su fortuna personal ha empañado el brillo de su legado político, pero no lo ha destruido. ¿Qué dirá de él la historia? No sabemos lo que dirá, pero sí lo que no dirá.

Afirmaba Clemenceau que él no podía saber cómo juzgaría la historia el estallido de Gran Guerra, pero que estaba completamente seguro de que jamás diría que Bélgica había invadido Alemania. Entre nosotros no faltan republicanos que intentan convencer al país de que la democracia del 78 siempre ha sido una democracia de mentira, sigilosamente sometida durante décadas a los dictados de la monarquía borbónica y del franquismo que la hizo posible; la democracia de verdad llegará, sostienen, cuando tengamos una república. La suya es la versión nacional de los belgas de Clemenceau invadiendo a los alemanes.

El argumento más débil del manifiesto de los 70 es el que alude a la presunción de inocencia, un derecho que nadie puede escamotear al rey emérito. Es cierto: pero sería la primera vez que a un personaje público se le reconoce ese derecho cuando las pruebas en su contra son abrumadoras. Con lo políticos, la opinión pública siempre es más rápida que la justicia, y ¡ay de esta cuando no le da la razón a aquella!

Es más: fue su propio hijo Felipe VI el primero en retirarle a su padre el derecho a la presunción de inocencia. Lo hizo en marzo pasado cuando renunció “personalmente a la herencia que le pudiera corresponder” proveniente de “cualquier activo, inversión o estructura financiera cuyo origen, características o finalidad puedan no estar en consonancia con la legalidad o con los criterios de rectitud e integridad que rigen su actividad institucional y privada y que deben informar la actividad de la Corona".

En aquel mismo comunicado, la Casa del Rey informaba también de que Juan Carlos de Borbón dejaba de percibir la asignación que tenía fijada en los Presupuestos Generales del Estado. Es decir: el rey Felipe nunca habría firmado el manifiesto de los 70. (Por cierto, que Felipe González, que algo tiene de rey civil intentando levitar varios metros por encima del barro de la política, tampoco lo ha hecho).