España tiene muchos problemas graves, pero, pese al empeño de los republicanos en sostener lo contrario, ninguno de ellos es la monarquía.

El de la monarquía entra dentro de ese paquete de problemas imaginarios que toda democracia consolidada lleva consigo y cuya principal particularidad es que son mucho más difíciles de resolver que los problemas reales.

Lo malo de los problemas imaginarios, como habrá imaginado el improbable lector, es que, cuando son compartidos por un número importante de personas, se convierten reales: demasiado reales, en realidad, dada su prodigiosa capacidad para suplantar a los que verdaderamente lo son.

Del mismo modo que todos los problemas reales tienen una componente imaginaria, todos los imaginarios tienen una componente real: no nacen de la nada, sino que suele haber un buen motivo para que existan.

Desde luego, la disyuntiva entre monarquía o república tiene excelentes motivos para haber reaparecido en la conversación nacional con el brío con que lo ha hecho. El rey emérito podría explicar personalmente algunos de esos motivos, aunque para eso tendría que salir de su escondite.

Se da en el país una situación paradójica: los nuevos republicanos de hoy se comportan como los viejos monárquicos de hace 90 años y los nuevos monárquicos de 2020 lo hacen como los viejos republicanos de 1978.

Los primeros idolatran la república como si fuera un régimen otorgado directamente por Dios, mientras que los segundos han secularizado la monarquía, rebajándola a la categoría de simple herramienta útil para la convivencia. República beata frente a monaquía menestral.

Para la causa no ya monárquica sino meramente democrática, es importante que el rey emérito Juan Carlos I abandone su jaula de doradas rejas, regularice su escandalosa situación fiscal, revele su patrimonio y dé una explicación al país, preferiblemente a través de una entrevista en televisión que le hiciera el ‘monárquico’ Iñaki Gabilondo.

La relación de problemas graves del país es bien conocida: crisis sanitaria, abismo económico, bolsas de pobreza, tensiones territoriales, juventud sin horizontes… Ni uno solo de esos problemas puede resolverlos un Gobierno en solitario, si siquiera un Gobierno que tuviera 202 diputados como el socialista de 1982; mucho menos el actual con 120.

Añadir a esa abrumadora relación de desafíos reales el debate legítimo pero extemporáneo del modelo de Estado es un error que nos obliga a distraer muchas de las energías que necesitamos para resolver los problemas efectivos e inequívocos.

Si la verdadera disyuntiva del 78 era democracia o dictadura, y no monarquía o república, la de hoy es tampoco es monarquía o república, sino buena democracia o mala democracia: cuanto mejor es una democracia, menos importante es que tenga la forma de una monarquía o de una república.

Lo que necesitamos con cierta urgencia es, pongamos por caso, que la Zarzuela imite los elevados estándares de transparencia de Buckingham Palace, obligado a declarar el destino de hasta el último penique de su presupuesto. No necesitamos gritar ¡viva el rey!, sino entonar ‘God save the King’.

Quienes hoy ponen su celosa lupa en las deficiencias de la muy consensuada Constitución del 78 olvidan que una Constitución no tiene mucho consenso porque sea buena, sino que es buena porque tiene mucho consenso. Como diría José Mota: “No digo que me lo mejores, sólo iguálamelo”.