Del 17 al 23 de febrero se celebra la Semana Europea contra la Pobreza Energética, un evento que recuerda que el 11% de la población de la Unión Europea padece las consecuencias de esta lacra que se ha disparado en 2020 por la pandemia. Son 54 millones de europeos y 4,5 millones de españoles los afectados por esta pobreza, que es relativa si se compara con los 1.267 millones de personas que no tienen acceso a la energía eléctrica en el planeta.

Al mismo tiempo, la otra cara de la cuestión energética nos proporciona estas cifras: empresas y fondos de inversión pugnan en Andalucía por las concesiones de más de 50.000 hectáreas para parques solares fotovoltaicos con un montante económico de 20.000 millones de euros hasta 2030. Cifras similares, porcentualmente, se manejan para las comunidades de Extremadura y Castilla-La Mancha. La superficie afectada por los proyectos solares equivale en el caso andaluz al 1% del suelo agrícola utilizado (5.455.243 hectáreas, según datos del censo agrario de 2009).

El impacto ambiental en las aves esteparias, en la reducción de cultivos de cereal de secano y en el paisaje de los parques solares proyectados ha desencadenado las protestas de las organizaciones ecologistas, que reclaman un mayor control de la Junta de Andalucía en las autorizaciones de las instalaciones por debajo de los 50 megawatios, la mayoría de las que se presentan, porque las de más de 50 MW deben ser autorizadas por el Gobierno de España que es más estricto en las evaluaciones de impacto ambiental.

En este contexto, cabría albergar un cierto optimismo de que el boom de las energías renovables podría traducirse en una progresiva bajada de los precios de la electricidad, nuestras tarifas son las quintas más caras de Europa. Pero no soy optimista, estamos ante una nueva burbuja o más bien otro pelotazo que solo beneficiará a los grandes propietarios agrícolas y a los inversores.

Las esperanzas depositadas en el autoconsumo se desvanecen porque la apuesta de las compañías eléctricas va en sentido contrario: concentrar la producción de energías limpias en grandes parques eólicos o en solares fotovoltaicos, como antes hicieron con las centrales de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas. 

Mientras que Alemania, Corea del Sur, China y otros países ponen en marcha tramos experimentales de autopistas y vías férreas cubiertas con paneles solares porque la producción distribuida de energía es más rentable que la concentrada y, además, contribuye a la reducción del déficit público. En España, nos movemos entre la pobreza energética y el tradicional pelotazo para que todo siga igual y las ganancias de las energías verdes sean para los de siempre.

Jeremy Rifkin, autor de El Green New Deal Global y otros libros sobre la economía colaborativa de la energía y que vino a Madrid a asesorar al gobierno de Zapatero, tendrá que esperar no sé sabe cuánto tiempo más a que en España le hagan caso.