El gobierno de España ha anunciado que está trabajando en un plan estratégico  que permita el “impulso y transformación” de la Administración General del Estado (AGE), del que, salvo su corta duración – de los años 18 al 20 – poco que objetar a su parte formal.

Como es costumbre, el plan se ha dotado de una estructura, en este caso de 4 ejes que van desde la transformación digital de la Administración, pasando por el impulso de la gobernanza pública, la estrategia de gobierno abierto y mejora de la transparencia, a la mejora y modernización del empleo público. Se ha creado una Oficina de Planificación Estratégica en el ámbito de la Secretaría de Estado de Función Pública y se han previsto unos mecanismos de evaluación del grado de cumplimiento de los objetivos previstos por las medidas. Incluso se ha dotado de unos principios – innovación,  eficiencia, participación,  flexibilidad, y  rendición de cuentas-, indiscutibles.  Los expertos de la AGE en esta especialidad – el cambio, la modernización, la transformación…- que han participado en este proyecto han hecho su trabajo, como en general acostumbran: dejando patente su preparación formal.

Podría decirse que en estos momentos iniciales poco más puede añadirse, que será después cuando se desplieguen los valores, el talento, la creatividad y la pasión por ese cambio que necesita nuestro país como el comer. Pero nos tememos que luego tampoco llegará.

Hemos vivido ya – en ocasiones muy de cerca - los procesos de modernización de 1992, el Plan de Calidad de 1999, el Libro blanco del 2000, el Plan de la Administración Electrónica del 2003 y el Plan Moderniza del 2006. Hemos leído con detenimiento - y generalmente dado la bienvenida a -  toda la normativa publicada desde entonces - Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de RJAPPAC y la 11/2007, de acceso electrónico, la Ley 39/2015 de PAC, la LOFAGE de 6/1997, y la 40/2015 de Régimen Jurídico, la Ley 50/1997, la 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno y el RD 5/2015, del TREBEP… hasta hemos seguido con atención las vicisitudes de la última CORA y sus más de 200 medidas, que han venido dejando básicamente como estaba esta antañona institución que es la AGE.

Cierto es que cada plan ha dejado avances – muchos pensamos que parciales, insuficientes…-  pero también que la velocidad a la que se mueve el resto de la sociedad y la dimensión de las expectativas de la ciudadanía son tales que cada vez está más lejos esa meta que marcan los países de nuestro entorno y que consiste en prestar mejores servicios públicos para hacer una sociedad mejor. También es cierto que forman parte de la Administración del Estado instituciones y organismos que han conseguido impulsar cambios – culturales, tecnológicos,…- con un carácter diferencial - como el INSS, la AT… - a un ritmo y de una profundidad específicos, al margen de las convocatorias y los procesos generales. Y que hay multitud de pequeñas organizaciones y equipos, incluso intra emprendedores, en diferentes lugares, que son ejemplo de dedicación y de servicio público. Una cosa no quita la otra.

Pero el cambio colectivo, ese al que precisamente se debe dedicar un plan de reforma, el que se necesita en los gobiernos y las Administraciones públicas de este 18, en este país, debe ser de raíz.

Y ello porque, por ejemplo, seguimos seleccionando empleados públicos básicamente como hace un siglo – exactamente, desde que en el 1918 se implantara el modelo Antoni Maura – cuando en las instituciones europeas ya han transitado a modelos que han ido olvidando las pruebas memorísticas e incorporando otras mucho mas inteligentes como las competenciales.  Así que no podemos enunciar ese reto  como “modernización del acceso al empleo público” porque el cambio que se necesita es substancial y porque, aquí, después de largos y tediosos procesos, y siempre hablando globalmente, seguimos consiguiendo elefantes – o jirafas -  en un mundo que necesita liebres – o águilas -.

Porque seguimos sin poner en marcha herramientas e instituciones clave aprobadas en leyes de hace diez años, como la evaluación del desempeño y así seguimos “repartiendo” las productividades y las carreras profesionales como “antigüedades bis o tris”. O la dirección pública profesional que ni está ni se la espera y se sigue nombrando y desvinculando a ojo, en el mejor de los casos, sin tener como pieza clave las competencias directivas.

Porque incluso hemos ido hacia atrás suprimiendo la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas y por lo tanto seguiremos sin saber qué objetivos conseguimos, qué resultados se alcanzan, con el presupuesto público, qué programas funcionan y cuáles no, qué hemos hecho bien y qué no tan bien. Y por ello - sin cultura de la evaluación -, sin rendición de cuentas al estilo de los países avanzados, de la accountability, mucho más allá que ofrecer “ información a los ciudadanos”.

Hay párrafos que seguro mejorarán en el proceso de participación que se ha lanzado (http://transparencia.gob.es/transparencia/transparencia_Home/index/GobiernoParticipacion/ParticipacionCiudadana/transforma.html) hasta el próximo día 14,  como ese objetivo de “acercar la Administración al ciudadano” de los años 90… o ese otro reto que se enuncia como “formación de los empleados públicos” sin adjetivo, consideración, avance ni precisión alguna.

El cambio que se necesita en los gobiernos y las Administraciones públicas este 18, en este país,  no puede olvidarse de los valores, de la ética pública, porque España ha obtenido 57 puntos en el Índice de percepción de la Corrupción que publica transparencia Internacional. Su puntuación ha descendido en el último informe, lo que significa que los españoles perciben un incremento de la corrupción en el sector público. Estamos ya en el puesto 42 del ranking de percepción de corrupción formado por 180 países. Y el 19 - en 2013 éramos el 14 -  en el Índice de Calidad de los Gobiernos Regionales que elabora el Instituto de Calidad de Gobiernos de la Universidad de Gothenburg.

En nuestro entorno los países se fijan retos de transformación de sus Administraciones como el de pasar de una cultura de control a priori a una lógica de responsabilidad a posteriori;  dar más flexibilidad a los empleadores públicos en su contratación, para que puedan satisfacer mejor sus necesidades; ofrecer más libertad, iniciativa y responsabilidad para los gerentes de campo; desarrollar en las grandes administraciones la capacidad de iniciativa de los niveles territoriales, etc.

Porque un plan de reforma para una gran Administración en el año 18 del siglo 21 no debe ser solo juntar en dos folios los vocablos de moda con vocación de construir un bonito y lucido ejercicio de esgrima administrativa, sino impulsar un gran cambio realmente transformador.

Fernando Monar es experto en Gestión Pública y directivo público profesional certificado.