Ya querría la veintena de políticos que se sientan en el banquillo del juicio de los ERE haber mandado en su día lo que manda el presidente de un tribunal ante el que te juegas seis años de cárcel.

En condiciones de igualdad, la exconsejera de Hacienda Carmen Martínez Aguayo nunca habría dado por bueno –ni por justo– el reproche del magistrado Juan Antonio Calle de que estaba contestando en “tono arrogante” al fiscal. De hecho, tampoco lo dieron por justo muchos de los presentes este lunes en la sala de la Audiencia de Sevilla, que hasta ese momento no habían advertido en Aguayo la arrogancia que con helada sequedad acababa de afearle el juez.

Perplejidad y arrogancia

La exconsejera pidió reiteradamente disculpas por su presunta soberbia, pero su gesto al pedirlas no era tanto el gesto compungido del arrepentido como el gesto cauteloso del prudente que está obligado a serlo ante un poder omnímodo que le sobrepasa ampliamente.

Quién sabe: puede que el juez Calle interpretara como arrogancia lo que solo era perplejidad. El banquillo del juicio de los ERE está poblado de gente perpleja, ex altos cargos públicos que todavía no se habrían recuperado completamente del asombro y la incredulidad que les produce estar donde están. ¿Prevaricador yo? ¿Malversador yo?

La existencia del crimen

Las acusaciones intentan, como es bien conocido, demostrar que existió un procedimiento específico y flagrantemente ilegal ideado y mantenido durante diez años por los procesados para repartir 850 millones de euros –de los que se pagaron efectivamente 741– en ayudas sociolaborales de forma arbitraria y sin fiscalización alguna.

Si para los encausados este no está siendo, obviamente, un juicio fácil, los fiscales podrían decir de sí mismos algo parecido, pues parece que estuvieran buscando no ya las pruebas de un crimen sino la existencia misma del crimen.

Sus preguntas en busca del delito rara vez llegan a irritar a los procesados. Ni tampoco a acorralarlos. Es como si, después de varios años de instrucción y tres meses de juicio, las respuestas de los acusados estuvieran –todavía y después de tanto tiempo– dictadas por la conmoción y el desconcierto mucho más que por el temor a una condena. ¿Prevaricador yo? ¿Malversador yo?

Un cierto déjà vu

La sesión de este lunes protagonizada por la exviceconsejera y exconsejera Martínez Aguayo, que se enfrenta a seis años de cárcel y 30 de inhabilitación, tampoco ha arrojado luz sobre el incierto túnel por que el caminan los acusadores.

En lo sustancial, sus respuestas han sido las mismas que las de sus antecesores en el estrado: nunca fue advertida de ilegalidad alguna; nunca hubo reparos de legalidad de la Cámara de Cuentas ni de ningún otro órgano fiscalizador de la Junta de Andalucía; nunca se le ocurrió pensar que una ley como la de los presupuestos pudiera ser ilegal; los informes de la Intervención alertando de irregularidades en el procedimiento los leía su gabinete técnico, no ella, y en todo caso estaban sujetos a controversia jurídica y contable y por eso no los elevó al consejero, entonces José Antonio Griñán; las transferencias de financiación eran un instrumento presupuestario habitual y homologado; las modificaciones presupuestarias para hacer frente al pago de las ayudas eran unas de tantas como se hacían al cabo del año; el control financiero permanente, al que estaban sometidas las ayudas de los ERE, es más fiable que la fiscalización previa, y así lo certifica la propia Unión Europea; quien concedía y pagaba las ayudas era la Consejería de Empleo, no la de Hacienda; no hubo informe de actuación que alertara del menoscabo de fondos…

El sesgo retrospectivo

Es como si el Ministerio Público estuviera atrapado en lo que disciplinas como la psicología, la medicina o la historia llaman el ‘sesgo retrospectivo’, según el cual, una vez que se sabe lo que ocurrió, se tiende a interpretar todo el pasado como causa necesaria y premeditada del resultado ya conocido.

Aun así, queda mucho juicio por delante: muchos procesados por interrogar y, sobre todo, muchos testigos y peritos que tal vez logren arrojar sobre el caso la luz que con tanto afán viene buscando la Fiscalía sin haberla encontrado.

No se trataría, en cualquier caso, este de la Fiscalía de un fracaso excepcional: la prevaricación es de por sí un delito escurridizo. Y mucho más si para la comisión del mismo se precisa la concertación delictiva durante una década de decenas de personas, muchas de las cuales apenas se conocían entre sí.