Mi abuelo, José Díaz Macías, de profesión minero, fallecido en La Zarza (Huelva) hace casi 30 años, fue condenado a la pena de 6 años de prisión en 1939, por el delito de “Auxilio a la Rebelión Militar”, meses después de entregarse en Galicia y ser internado en el campo de concentración de Iria Flavia, hasta que fue trasladado a la prisión provincial de Huelva, su provincia natal, en un tren de ganado y en un viaje que duró casi 10 días. Hasta aquí una historia más de la miseria de entonces, a la que se une la muerte de su esposa, mi abuela Melchora, de puro hambre y la emigración forzada a Madrid de sus hijos; entre ellos mi madre, que se ganó la vida de costurera en una sastrería propiedad de una tía lejana, sin jornal, a cambio de comida y cama, hasta que se casó.

Ahora, quiero agradecer públicamente a la Diputación Provincial de Huelva y al historiador José María García Márquez la financiación y el trabajo realizado de catalogación y digitalización de los procedimientos instruidos por el Consejo de Guerra Permanente de Huelva desde 1937 en adelante, que se encontraban en los archivos de la antigua Auditoría de Guerra del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla. Se puede acceder con certificado digital en la sede electrónica de la corporación y, lo que es mucho mejor, disponer de los documentos sin moverse de casa. He encontrado el expediente completo de mi abuelo, y he podido cerrar algunos dolorosos círculos que seguían abiertos en la historia familiar.

El arduo trabajo del profesor García Márquez comenzó en 2006, siendo presidente el socialista José Cejudo, ya fallecido. Desgraciadamente, el ejemplo no se ha contagiado a otras zonas de España, donde los expedientes se están perdiendo. Por eso, muchas otras historias familiares, parecidas a la mía, no podrán completarse. Soy un afortunado.

Las 80 páginas están mal cosidas y algunas han sufrido humedad y han perdido alguna zona de lectura; pero, en general, es legible en ese lenguaje artificioso donde se repiten hasta la saciedad conceptos de “nuestra cruzada” y “glorioso movimiento nacional”, pero donde se respeta cada estamento militar, se solicitan continuos informes y se acumulan idas y venidas de legajos. Visto con perspectiva, es lo mejor que pudo pasarle, porque esa acumulación de burocracia no la sufrieron muchos otros, que fueron fusilados sin contemplaciones.

En esas páginas aparecen, por ejemplo, los informes del alcalde pedáneo de La Zarza y del cabo comandante del puesto de la Guardia Civil, que coincidían en calificar de “iletrado y poco inteligente” a mi abuelo y que no se le reconoce acción violenta alguna en los días del “terror rojo” en esas poblaciones mineras, hasta la liberación “por parte de las gloriosas fuerzas de nuestro caudillo Franco” en el otoño de 1937. Estas afirmaciones, en el contexto en que fueron escritas, probablemente salvaron la vida a mi abuelo, porque cualquier revelación en contrario le hubiera supuesto el paredón, como a tantos otros. Según se explica al juez militar en varios documentos, se marchó del pueblo en septiembre de 1937, horas antes de que las tropas nacionales entrasen en la población “y es de común opinión que se unió al bando rojo en la sierra de Aroche”.

Fue puesto en libertad condicional a finales de 1941, como bien se explica en el oficio correspondiente. Cumplida su condena en 1945, quedó en libertad sin más cargos. Después vino lo peor, porque no le dieron trabajo en la mina hasta 1951 y malvivió, explotado al máximo por una oligarquía victoriosa que se aprovechó de su necesidad.

En 1986 viajé a Moscú y le traje una estrella roja para su gorra. Miró a un lado y a otro, cerró puertas y ventanas y me enseñó el doble fondo de un cajón, donde conservaba las fotos de varios compañeros fusilados y un carné de miliciano. Besó la estrella, volvió a cerrar el cajón y me dio un abrazo.