La escena se repite, pero el protagonista cambia. Ahora es Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda con un largo historial al frente de las arcas públicas, quien queda en el centro de la polémica. La pregunta que comienza a extenderse en ciertos círculos judiciales y mediáticos es clara y directa: ¿debe entrar en prisión provisional, como medida cautelar, mientras avanza la investigación judicial sobre su papel en el presunto desvío de fondos públicos?
En este contexto ha emergido con fuerza la ya conocida como doctrina Luzón-Cerdán, aplicada recientemente en el caso que afecta al dirigente socialista Santos Cerdán y que está generando un efecto dominó sobre otras causas abiertas. El principio central de esta doctrina es contundente: si existen pruebas documentales o sonoras con respaldo técnico y judicial –como audios, informes o grabaciones–, no cabe impugnarlas por defecto sin aportar pruebas concretas que cuestionen su autenticidad. Es decir, la carga de la prueba se invierte: no basta con alegar que un audio puede estar manipulado o que una conversación se saca de contexto. Hay que demostrarlo de forma verificable.
Este criterio, consolidado por el fiscal jefe Anticorrupción Alejandro Luzón, ha sido respaldado en diferentes resoluciones por el Tribunal Supremo y por distintas secciones de la Audiencia Nacional. De hecho, está siendo clave en macrocausas como la de Villarejo o en los recientes movimientos en torno a los audios del 'caso Koldo', donde la Fiscalía ha rechazado los intentos de invalidación sin pruebas técnicas. Y es precisamente ese marco jurídico el que ahora se plantea aplicar a Montoro, a la espera de que la instrucción avance.
En el caso del exministro, las sospechas apuntan a decisiones tomadas durante su etapa en el Gobierno que habrían favorecido el uso indebido de fondos, desviaciones presupuestarias no autorizadas o trato de favor a determinados sectores empresariales. Aunque no se han hecho públicos todos los elementos probatorios, fuentes del entorno judicial aseguran que los informes preliminares apuntan a un entramado de decisiones cuestionables, algunas de ellas documentadas. Bajo el prisma de la doctrina Luzón-Cerdán, esa combinación de documentos y testimonios –si se considera suficientemente sólida– bastaría para justificar una solicitud de prisión preventiva, al menos de forma cautelar.
Montoro ha negado categóricamente cualquier irregularidad y se acoge a su trayectoria institucional para defender su actuación. Alega, además, arraigo suficiente como para que no exista ni riesgo de fuga ni de destrucción de pruebas. Sin embargo, esa misma argumentación fue empleada sin éxito en otras causas recientes. La Fiscalía, de hecho, ha recordado en varios escritos que la ejemplaridad y la confianza ciudadana también son bienes jurídicos a proteger.
El debate, en cualquier caso, no es sólo jurídico. Ha alcanzado una dimensión política y simbólica. Mientras sectores conservadores denuncian una presunta “caza de brujas” con fines partidistas, desde la izquierda se insiste en la necesidad de aplicar la ley con igual contundencia, sin importar el cargo o el pasado del investigado. “Nadie está por encima del Estado de derecho”, repiten voces socialistas, apelando a la coherencia que debe mantenerse tras las imputaciones de miembros de su propio partido.
La pregunta es inevitable: si en casos recientes se ha considerado legítimo enviar a prisión provisional a responsables públicos por sospechas de corrupción, ¿debe aplicarse el mismo criterio ahora con Montoro? ¿O pesa más la presunción de inocencia, su trayectoria política y la falta –por ahora– de pruebas concluyentes ante un tribunal?
