La muerte del papa Francisco ha sumido a la Iglesia católica en una encrucijada. Las iniciativas progresistas que caracterizaron su pontificado se encuentran detenidas mientras 135 cardenales se reúnen en cónclave para elegir al nuevo pontífice. Muchos analistas describen este proceso como una lucha por el “alma” de la Iglesia, donde se enfrentan quienes desean continuar las reformas de Francisco y un pequeño pero poderoso bloque que busca revertirlas. El propio Colegio Cardenalicio refleja esa tensión: cerca del 80% de los electores fueron nombrados por Francisco, lo que incrementa las posibilidades de un sucesor continuista, pero los cónclaves suelen deparar sorpresas.

En el ámbito interno del Vaticano, Francisco impulsó transformaciones estructurales de calado. Con la constitución Praedicate Evangelium (2022) reformó la Curia Romana para descentralizar el poder y acercar la gestión a las Iglesias locales. Por primera vez en la historia moderna, se permitió que laicos –incluyendo mujeres– asumieran la jefatura de dicasterios vaticanos (ministerios) gracias a esta reforma. Asimismo, se otorgó mayor autonomía a las conferencias episcopales nacionales, rompiendo con el tradicional centralismo de Roma.

Francisco recalcaba que “el poder en la Iglesia es servicio”, subrayando el espíritu de estas medidas. Sin embargo, no todos aplaudieron los cambios: sectores de la Curia los vieron como una “desviación de la tradición” y opusieron resistencia soterrada. Otra área neurálgica fue la transparencia financiera. Desde el inicio de su pontificado, Francisco ordenó auditar las cuentas del opaco Banco Vaticano (IOR), implementó controles anticorrupción e incluso cerró 5.000 cuentas sospechosas en la Santa Sede. La cruzada por sanear las finanzas alcanzó las altas esferas: en 2023 un influyente cardenal de la Curia fue condenado por fraude, demostrando que nadie estaba por encima de las nuevas normas de limpieza institucional. Estas reformas administrativas, aplaudidas por los católicos reformistas, podrían ahora perder ímpetu a la espera de que el próximo Papa defina si las consolidará o dará marcha atrás.

Puertas afuera, Francisco también dejó un legado reformista en lo social, aunque con límites. En cuanto al celibato sacerdotal, permitió por primera vez debatir su flexibilización en contextos específicos. El Sínodo de la Amazonía (2019) propuso ordenar a hombres casados de virtudes probadas (viri probati) para atender comunidades remotas sin sacerdote; pero finalmente el Papa no acogió esa recomendación, preservando la norma del celibato obligatorio. Pese a las presiones –el propio papa emérito Benedicto XVI llegó a firmar en 2020 un libro junto al cardenal Robert Sarah en defensa del celibato antes de ese sínodo, visto como una injerencia conservadora– Francisco mantuvo el requisito tradicional.

Sobre las parejas homosexuales, Francisco mostró una apertura pastoral sin cambiar la doctrina matrimonial. Declaró que “ser homosexual no es un delito” y que Dios ama a todos sus hijos por igual, pidiendo a los pastores acoger con respeto a las personas LGBTQ+. Durante su papado respaldó la idea de leyes de unión civil que protejan legalmente a las parejas del mismo sexo. Incluso, en 2023 autorizó por primera vez que sacerdotes puedan bendecir en privado a parejas homosexuales (así como a parejas “en situación irregular” tras divorcio), siempre que no se confunda tal bendición con el sacramento del matrimonio. Este gesto histórico –impensable en pontificados previos– fue celebrado por católicos progresistas, pero alarmó al ala tradicionalista.

En materia de aborto, Francisco se mantuvo firme en la enseñanza tradicional de la Iglesia, calificando la interrupción voluntaria del embarazo como un acto equivalente a “contratar a un sicario” para eliminar una vida. No obstante, suavizó la respuesta pastoral: durante el Jubileo de 2016 concedió a todos los sacerdotes la facultad permanente de absolver el pecado del aborto, facultad antes reservada a obispos, enfatizando que la misericordia y el acompañamiento deben primar con las mujeres que han pasado por ese trance.

Roma se parte en dos: ¿continuar las reformas o restaurar la doctrina?

El súbito fin del pontificado de Francisco dejó varias reformas inacabadas y posturas encontradas dentro del mundo católico. Un ejemplo de las resistencias internas ocurrió meses antes de su muerte: cinco cardenales conservadores –procedentes de Europa, Asia, África y América– publicaron en 2023 una carta abierta con “dubia” (dudas) pidiéndole al Papa que reafirmara sin ambigüedades la prohibición de bendecir uniones homosexuales y de ordenar mujeres, temiendo que se estuvieran abriendo puertas doctrinales inaceptables.

Estas figuras advirtieron del riesgo de “confusión” entre los fieles y prácticamente amonestaron a Francisco por cualquier paso que consideraran fuera de la ortodoxia tradicional. Al mismo tiempo, en las antípodas ideológicas, los sectores reformistas depositaron esperanzas en el gran Sínodo mundial sobre la sinodalidad que Francisco inauguró antes de fallecer.

En esa asamblea global –un proceso de tres años hasta 2028– se comenzaron a debatir propuestas audaces: por ejemplo, otorgar mayor poder de decisión a mujeres laicas, incluso considerando ordenarlas diácono, así como una “inclusión radical” de los católicos LGBTQ+ en la vida de la Iglesia. Tales ideas entusiasmaron a los católicos progresistas que ven en ellas una vía de renovación, pero enfurecieron a los tradicionalistas, algunos de los cuales llegaron a advertir sobre un posible cisma si la Iglesia cambiaba en demasía.

Un cónclave decisivo

Con el cónclave en marcha, el futuro de la Iglesia Católica depende del perfil del próximo Papa. Si es continuista con la línea de Francisco, es probable que profundice las reformas: descentralización del poder, mayor inclusión de laicos y mujeres, y apertura pastoral hacia colectivos tradicionalmente excluidos. En cambio, un pontífice conservador podría frenar estos avances y recentralizar el poder en Roma, satisfaciendo al sector que busca una vuelta a la ortodoxia. La elección es decisiva: la Iglesia se encuentra dividida entre continuar el legado reformista o revertirlo. Figuras como Tagle o Zuppi representan una continuidad con la sinodalidad y la inclusión, mientras que otros, como el cardenal Sarah, abogan por una restauración doctrinal. En cualquier caso, el nuevo Papa deberá afrontar el reto de unir una Iglesia polarizada y definir si retoma o abandona la agenda inconclusa de Francisco.

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