Hace ya varios días que desfila ante nuestros ojos una noticia que ha conseguido desbancar del centro de atención de los informativos al coronavirus y sus cifras del horror. Pero, por desgracia, no es para nada bueno, sino para sumar más horror a un mundo que ya andaba más que saturado.

Desde nuestras casas asistíamos con asombro cómo en esta época de restricciones a casi cualquier contacto humano, las calles de Estados Unidos se llenaban de manifestantes indignados. Lo peor es que se trataba de una imagen que, si no fuera por el uso de mascarillas, podría ser de cualquier otro momento. Porque el motivo que subyace en ellas está bien enraizado en la sociedad y ahí sigue.

En este caso, el desencadenante ha sido el asesinato por parte de miembros de la policía de un afroamericano, George Floyd. Una persona común y corriente a la que nadie conocía hasta ahora y cuyo nombre quedará unido por siempre al reproche contra el racismo y la violencia policial.

No hay que ser un hacha para saber que el racismo estructural en Estados Unidos no es nada nuevo y que, aunque las leyes no son las mismas que convirtieron a Rosa Park en una heroína por el solo gesto de tomar asiento en un autobús, la realidad se parece más a la de entonces de lo que quisiéramos. Y su presidente, dicho sea de paso, no ayuda a mejorarla.

Pero ¿qué pasa aquí, a miles de kilómetros de distancia? ¿Estamos a salvo de ese virus del racismo como creímos estarlo frente a otros? Porque, de la manera que algunos tratan esta noticia, parece que aquí tenemos la vacuna o gozamos de una inmunidad natural, o que quizás hemos creado anticuerpos. Y mucho me temo que, de eso, nada.

 Cuando veo las noticias, leo los periódicos o me adentro en redes sociales tengo la sensación de que estamos mirando lo que sucede en Norteamérica como si se tratara de una película, de algo que pasa allí y que aquí no puede pasar. Solo nos falta sacar las palomitas. Sin embargo, mucho más cerca de lo que creemos, cometemos discriminaciones por racismo día a día sin apenas darnos cuenta. U observamos impávidos como desde algunas tribunas se incita a hacerlo.

Hace poco tiempo, un hombre moría por disparos de otro, que creía que iba a robarle parte de su cosecha de habas. El hombre era gitano y la acción, que podría entrar dentro de todos los estereotipos de discriminación con el pueblo gitano, pasó casi desapercibida entre los medios de comunicación si la comparamos con otros temas. E incluso entre quienes abordaron el tema, en televisión y otros medios, se hizo con un enfoque y un lenguaje claramente ofensivo. No pretendo entrar en valoraciones de un tema que está subiudice, además de declarado secreto, pero sí en la repercusión social del mismo. Y en este sentido, hemos de asumir que nos importó bien poco, por no decir nada.

Como decía, no pretendo entrar en las vicisitudes de ese asunto judicial concreto, sino de su escasa repercusión social. Y me pregunto cómo podemos llevarnos las manos a la cabeza viendo lo que ocurre en América y permanecer impasibles a lo que tenemos al lado y se manifiesta cada día, en las pequeñas y grandes cosas. Aunque nos queramos meter en una falsa burbuja, es hipócrita y cómodo conformarnos con mirar y decirnos que eso aquí no pasa, para luego seguir comiendo palomitas de cara al televisor como si nada.

Los ejemplos los vemos día a día, incluso delante de nuestras narices, que hoy en día son nuestras pantallas. Porque también es racismo el desprecio a las personas migrantes, pretender que se les niegue el pan y la sal por el solo hecho de no haber nacido en nuestra tierra, o estigmatizarlos desde niños como si la delincuencia fuera una característica del ADN de los inmigrantes.

Cuando se disfraza de patriotismo la insolidaridad, se degrada la patria que se trata de ensalzar. Se llama Estados Unidos o se llame España.

Y es que, como dice el refranero, practicamos con frecuencia el deporte de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Aunque, como en este caso, lo del ojo ajeno sea algo más que paja.