Dice nuestro presidente que no es momento de la igualdad salarial entre hombres y mujeres. ¿Entonces cuando será el momento? Porque más allá de la injusta situación de las mujeres hay un agravante en el problema, me refiero al tiempo. ¿No llevan ya suficiente tiempo aguantando las mujeres una situación que es injusta a todas luces?

Veamos pues las injusticias que históricamente han soportado a lo largo de la historia comprobando como muchas ocasiones no solo se basan en argumentos falaces y absurdos si no que sus fatales consecuencias han lastrado el avance de toda la sociedad.

Desde tiempos celtibéricos ya encontramos flagrantes desigualdades entre hombres y mujeres. De hecho gracias a los fragmentos que conservamos de la obra de Salustio sabemos que las mujeres celtíberas irrumpieron en las asambleas de hombres recriminándoles su falta de valor, estando ellas dispuestas a lanzarse a las armas frente al general romano Sertorio.

Por lo que sabemos gracias a Salustio las mujeres de los castros celtíberos fueron de capaces de arengar a los hombres compitiendo con ellos en valor.

Si continuamos con la sociedad romana no vemos mayores beneficios para las mujeres, al contrario, en el derecho romano la mujer es una eterna menor de edad cuya tutela corresponde siempre a varones.

Un machismo que se hereda tanto en la justicia civil como en la eclesiástica, impidiendo la primera que la mujer viva sin un tutor varón (padre, esposo, o hermano) e imposibilitando la segunda que accedan a altas jerarquías religiosas igual que sucedía en el mundo romano donde salvo las vestales los oficios religiosos estaban reservados a los hombres.

En el mundo visigótico continúa este tratamiento e incluso jerarcas de la iglesia como Santo Tomás de Aquino circunscriben en el papel de la mujer “a la generación”. Un menosprecio tan brutal como aceptado, muestra de ello es que terminó generando absurdas leyes machistas en las que por ejemplo en tiempos de Alfonso X el Sabio se eximía a las mujeres del cumplimiento de las leyes por dar por hecho que eran ignorantes y que por lo tanto desconocían las normas.

En otras leyes como el fuero de Soria (1120) el disparate llegaba a tal punto que se descartaba a la mujer como testigo, es más, en las Partidas de Alfonso X se indica que la mujer “non puede ser abogada en juyzio” e incluso aporta dos explicaciones a cual más demencial.

La primera es porque no es “honesta cosa” que una mujer esté “públicamente envuelta con los omes para razonar” y la segunda se debe a “una mujer que decían Calgurnia”. ¿Pero quién es esta misteriosa dama de la que hablan “los sabios”.

Pues bien, parece que en realidad se refieren a Calpurnia, esposa de Julio Cesar y de la que ninguna mala noticia nos ha transmitido la historia, sin embargo los redactores de estas leyes medievales afirman que “enojava a los juezes con sus voces que no podían con ella” reconociendo que “quando las mujeres pierden la vergüença es fuerte cosa el oyrles y contender (discutir) con ellas”.

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Además de inventarse la historia de Calpurnia los legisladores medievales admitieron que es imposible rebatir a una mujer libre de “vergüença”.

Y quizá ahí resida gran parte de esta discriminación, en el mundo religioso que quizá podía ser más comprensivo también ordena taxativamente que la mujer  “non puede predicar (…), ni bendecir, ni descomulgar, ni dar penitencia, ni judgar (…)” concluyendo con una frase dolorosamente lapidaria “maque (aunque) sea buena et santa”.

Por todo esto y otras barbaridades que se han hecho contra ellas conviene recordar a nuestros políticos que todas estas salvajadas fueron ley, que fueron medidas aceptadas socialmente pese a ser injustas, improductivas e insanas y sin embargo hoy son normas que despreciamos. Seamos inteligentes y abandonemos de una vez por todas estas normas, porque si seguimos basándonos en principios morales de otros tiempos también podríamos sacar a relucir leyes que permiten a los súbditos matar a sus gobernantes cuando lo hacen mal, y no lo hacemos aunque hubiese motivos sobrados.

La primera mujer que pudo entrar a la Biblioteca Nacional fue Antonia Gutiérrez Bueno, y lo hizo en 1837.