Octubre con los días deshojándose en la memoria amarilla. Octubre con su mal aliento de madera húmeda. Octubre en las fotos de los que creen que un paisaje debe atardecer en la sección de decoración de Ikea. Octubre con su alma gorda y aldeana de carne de membrillo. Octubre subiendo a noviembre en un crisantemo. Octubre con esa U como un túnel, en mitad de la palabra, que lleva al reino de los muertos. Porque octubre es el mes de los muertos. Me lo dijeron las brujas.

Las brujas existen, claro, y no me refiero solo a las de Sálvame. Viven más allá de Zugarramurdi y de los legajos de la Inquisición. Por supuesto que no levitan en escobas de luna llena, ni se les aparecen al Macbeth de turno en la parada del autobús. Las brujas que yo conocí eran gente corriente: profesoras, administrativas, naturópatas, funcionarias, psicólogas... Todas ellas, en sus cabales. O no más locas que cualquiera, y desde luego bastante menos que los que escribimos de política en los periódicos.

En España, la brujería es una religión. O al menos la rama celtíbera de la brujería está reconocida como tal por el Ministerio de Justicia desde 2011. Solo que es una religión sin dogmas, sin fetiches morales, sin libros sagrados, anterior al panteón griego, a Abraham; una religión animista, ecologista, dionisiaca, muy vinculada a los ciclos de la naturaleza, a la que se ve como teofanía o manifestación de los dioses. Las brujas y los brujos —aunque menos, también hay hombres— veneran a la diosa, cuya gran fiesta se celebra mañana, el Samahin, degradada a caricatura comercial por Halloween. En la noche del 31 de octubre, se adelgazan las fronteras entre los vivos y los muertos. La Iglesia, como en tantas ocasiones, superpuso a esta celebración pagana el día de Todos los Santos.

Las brujas no levitan en escobas de luna llena, ni se les aparecen al Macbeth de turno en la parada del autobús. Las brujas que yo conocí eran gente corriente

Lo del Samahin lo supe hace unos años, cuando salí a buscar brujas para un reportaje que fue portada del suplemento dominical —hoy muerto y momificado en las hemerotecas— de un diario en papel. No fue sencillo encontrarlas. Nada que valga la pena lo es. Ni siquiera la muerte es fácil, sospecho, aunque sea fulminante e indolora. Y eso que no hay que salir a buscarla. Cada cual la lleva dentro de sí. Estar vivo es ser un muerto del revés. Un día, cualquier día, el muerto que somos le da la vuelta al vivo que creemos ser y se acabó la farsa.

“Vámonos”, vuelvo a oír la voz que precede la comitiva. Hacía rato que había caído la noche del 31 de octubre en aquellos eriales del suroeste de la provincia de Madrid. Una veintena de personas avanza en fila por el sendero de tierra, en silencio. La mayoría, mujeres. Todas, encapuchadas en señal de recogimiento y con el símbolo de la diosa, una media luna azul, pintado en la frente. Negro unánime en las vestimentas. En el pecho, collares, amuletos, medallas. Las capas, que casi rozan los pies, aletean bajo la luna llena. A lo lejos, en el viento alto de los chopos, canta el autillo.

Después de casi media hora de caminata, las linternas se detienen frente a dos cuevas. Aquí es donde va a celebrarse el Samahin bajo la advocación de Hécate, la diosa griega del inframundo, la reina de las brujas, la señora de los muertos. La cueva de la izquierda, de unos cuarenta metros cuadrados, tiene más de aprisco para cabras que de pórtico del infierno. Los participantes van accediendo uno a uno y se colocan de espaldas a las paredes. Alguien dispone un altar para la estatuilla negra de Hécate. Otros encienden velas, que sacan de bolsas de Mercadona. Luego se queman hierbas en tres o cuatro calderos, de los que rápidamente se estira un humo áspero y floral. (El caldero representa el útero de la diosa, espacio de transformación y renacimiento; la vela, la comunicación del mundo de los vivos con el de los muertos; el color negro, el poder oculto de la tierra).

Cuando todo está preparado, la sacerdotisa —en la vida civil, profesora de instituto— da una orden y los celebrantes se toman de las manos en el llamado compás de las brujas, un círculo de poder dentro del cual se pronuncian las palabras sagradas para invocar los tres rostros de la diosa —doncella, madre y anciana—, los puntos cardinales y los cuatro elementos de la naturaleza. Y todo ello presidido por la luz de las velas y por el estruendo de un tambor chamánico, que aporrea un joven larguirucho, de nariz judicial, muy metido en su papel. Los participantes cierran los ojos y en seguida comienzan los cánticos, que recuerdan a los de los indios comanches, con sus duros galopes de pradera y cielo, con sus duros coyotes de luna y fuego.

Los cánticos suben de temperatura. El tambor estremece la cueva. Miro el techo, por ver si aguantará. Supongo que, si esto se prolonga, alguno muy sensible podría caer en trance, como las ménades de la Grecia antigua. Al cabo de unos minutos, sin embargo, comprendo que no. Del mismo modo que ningún católico, que yo sepa, ha echado espumarajos de éxtasis cantando a Simon y Garfunkel durante la misa del domingo, allí tampoco iba a haber muchos efectos especiales más allá de alguna que otra afonía. ¿Dónde estaba entonces el ragout de bebés en caldo de sapo? ¿Dónde la mandrágora, las escobas, el demonio con pezuñas de cabra, las orgías, los bebedizos? ¿Por participar en algo tan inocente como aquello miles de mujeres habían sido perseguidas y entregadas al fuego? ¿Qué tenían, o qué no tenían, en la cabeza los inquisidores?

Quizá la brujería no fuera más que el miedo del hombre a la inocencia salvaje de la naturaleza y al poder de la mujer. En el fondo, aquellas gentes eran un cruce entre Green Peace y los socialistas utópicos de Saint-Simon. La rama de la brujería a la que pertenecían —la escuela de misterios de Iberia— buscaba cambiar el paradigma actual, basado en la dominación y el poder, por otro en el que el placer y la cooperación fueran sus principios. Eso me explicó la sacerdotisa, días antes, en un bar de la calle Bravo Murillo. Para conseguirlo, realizaban invocaciones, conjuros, rituales. ¿Habían tenido éxito? Sí. ¿Algún ejemplo? No, eso no se podía contar, eso era algo entre la diosa y sus devotos. Y no la saqué de ahí, a pesar de que le pagué las tres cocacolas que se tomó.

Estaba recordando aquella entrevista cuando advertí que la profesora abandonaba la cueva. La acompañaban otras dos brujas. El resto de participantes se parecía más a un grupo de música étnica grabando un disco de estudio que a adoradores de Satán. O de Hécate, la diosa de los muertos.

La brujería es una religión sin dogmas, sin fetiches morales, sin libros sagrados

De pronto, los cantos se apagaron y al sacerdote lo debieron de someter a un hechizo o administrarle un lexatín por telepatía porque, a regañadientes, fue espaciando las bofetadas chamánicas al tambor hasta que el silencio del instrumento perfeccionó el silencio de la cueva.

Todo el mundo estaba sentado ahora en el suelo, cada cual pellizcando los granitos de su granada, que no sé de dónde habían sacado. Luego supe que la granada había brotado de la sangre de Dionisos, que representaba lo múltiple en lo Uno, que era símbolo de la fecundidad. Yo creo que, en realidad, estaban cenándose a Hécate.

Pasó un buen rato. Las hierbas se habían consumido en los calderos. Ya no había más granadas que pellizcar. Encogiendo mucho la voz, le pregunto a la capucha de mi izquierda: “Y ahora, ¿qué?” La capucha, sin mirarme, me responde con otro murmullo por lo menos diez decibelios más bajo aún que el mío. “¡¿Qué has dicho?!” Todas las capuchas de la cueva me miran. “Nos estamos preparando para el gran momento. En seguida va a hablarnos la diosa”, condesciende a repetirme la joven. Y la luz de las velas le afiló el cuchillo de los ojos, verde como el de los gatos en la cara negra.

Caigo en trance y no recuerdo nada de lo que dice la diosa por medio de mí, asegura la bruja

Como si estuviéramos en la sala de espera del médico, de vez en cuando una de las ayudantes de la sacerdotisa asomaba la cabeza por la entrada de la cueva y llamaba a uno u otro. No pronunciaba su nombre civil, sino el iniciático. Pues en todas las corrientes de la brujería contemporánea, que es una mezcla de teosofía, esoterismo, magia ceremonial, mitología y cuentos de hadas, todo ello recorrido por las enseñanzas del ocultista Gerald Gardner —para algunos, un iluminado; para otros, un farsante—, en todas las corrientes de la brujería contemporánea, decía, las brujas y brujos, al abrazar la nueva fe, mudan de nombre, como los papas. Algunos parecen extraídos de las canteras de la Metro y otros, de M80 Radio: Silvia Sandalwood, Jana, Arunna, Hiedra de Trivia.

Me levanté con disimulo y salí a ver qué ocurría fuera. Tal como me había anunciado la capucha, el momento cumbre de la celebración, del aquelarre, del Samahin, se desarrollaba en la cueva aledaña. Allí la profesora de instituto se había transformado en un matorral de negrura. Sentada en una roca, rígida entre los cirios y cubierta de la cabeza a los pies por un velo negro, la figura de la sacerdotisa era majestuosa, imponente, como el tótem de un matriarcado de historia y piedra. Un cruce entre una viuda de pueblo y la sibila de Cumas. Alguien frente a quien los participantes, uno a uno, se arrodillan para escuchar las palabras enigmáticas y oraculares que pronuncia la diosa a través de la voz, ahora demudada, ancha, oscura y como paleolítica, de la profesora. “Caigo en trance y no recuerdo nada de lo que dice la diosa por medio de mí”, me explicaría al día siguiente por teléfono, ya con su voz habitual.

Algunos asistentes, cuando se apartaban de la sacerdotisa, lo hacían cariacontecidos y abrumados, como si acabasen de recibir el secreto último del cosmos, y se quedaban mirando un rato el brillo de la luna detrás de las nubes. Otros se protegían el rostro para ocultar las lágrimas. Había unos terceros que salían de la cueva como quien abandona la consulta del médico después de recibir buenas noticias y dice a los otros enfermos de la sala, levantando mucho el mentón, con gallardía torera: “El siguiente”. Y eso mismo decían al llegar a la cueva paredaña, donde, entre otros, esperaban su turno el joven y el tambor.

Nunca supe lo que había de impostura —¿o solo sinceridad?— en aquello. Las velas, los cánticos, la luna, la fe, la sugestión colectiva, todo eso influye. Sea como sea, hoy he vuelto a recordar con cariño a las brujas, que, a su manera, se esforzaban en hacer de este mundo un lugar un poco menos demente, un poco menos cutre, un poco más bello. Mañana celebraré el Samahin en su honor. Cogeré de la calle una de esas hojas pentagonales y amarillas de los plátanos de paseo y escribiré sobre ella una carta. Luego la dejaré allí, en la acera, para que el último viento que pase por octubre se la entregue a Hécate, a los muertos.