Era 1979 (o sea hace más de cuarenta años) cuando la artista estadounidense Judy Chicago exponía su obra “Dinner party”, una gran instalación triangular que simula un enorme banquete feminista. En cada uno de los espacios (39 en total) se homenajea a 39 mujeres relevantes en la Historia, como Sojourner Truth, Virginia Woolf, Georgia O'Keeffe o Leonor de Aquitania, entre otras. En el suelo formado por el triángulo de mesas se disponen azulejos (también triangulares) con otras 999 mujeres relevantes, como Jane Austen o Emma Paterson. Este suelo se conoce como el “Heritage Floor”, que yo me atrevería a traducir como el suelo de la genealogía feminista. Chicago nos recuerda que aquellos caminos que transitamos, aquellos suelos que nos permiten erguirnos se han construido gracias a otras que los hicieron posibles.

La obra de Chicago es un alegato para las mujeres y la necesidad de contarnos, de abandonar al adanismo de que todo se ha inventado ahora y reconocer a las que nos precedieron. No en vano la obra está en el Museo de Brooklyn, en Nueva York, gracias a la generosa donación de Elizabeth A. Sackler, filántropa y coleccionista feminista que fomentó y apoyó la creación artística comprometida con el feminismo (el museo tiene un Centro de Arte Feminista Elizabeth A. Sackler).

Para Chicago, esta “Dinner party” busca “terminar con el ciclo continuo de omisión en el que las mujeres fueron excluidas del registro histórico”. De ahí ese aluvión de nombres en toda la instalación. La suya no es la única obra artística que busca reconocer a las creadoras anteriores; desde los años 70 encontramos proyectos icónicos como la “Womanhouse” (también de Chicago junto a Miriam Schapiro, ambas fundadoras del programa de arte feminista de la Universidad de las Artes de California – CalArts), así como publicaciones que reivindican la historia de las creadoras olvidadas.

La historia de las mujeres artistas es la gran batalla de la historia del arte con mirada feminista; reconocer las aportaciones de Fina Miralles, Maruja Mallo, Esther Ferrer, Zalene Muholi, Doris Salcedo, Ángeles Santos, Isabel Villar, Remedios Varo... es parte de cómo hemos tenido que cuestionar la historia tal y como nos la habían contado.

En 1971 Linda Nochlin publica su ensayo “¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?”; la pregunta nos sobrevuela desde entonces, nos sirve de guía para continuar la incansable tarea de reivindicar la genealogía de las mujeres en el arte. Otra maestra del feminismo y el arte, Griselda Pollock, recordaba que “las prácticas culturales tienen una función de gran significación social en la articulación de sentidos para comprender el mundo”. De ahí que la labor genealógica sea primordial.

La escritora Adrienne Rich nos dice que la historia de la lucha de las mujeres “ha quedado sepultada bajo el silencio una y otra vez. Un grave obstáculo cultural con el que se topa cualquiera autora feminista es la tendencia a recibir cada obra feminista como si surgiera de la nada; como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado sin un pasado histórico y sin el contexto de un presente. Este es uno de los procedimientos por los que las obras y el pensamiento de las mujeres se han presentado como algo esporádico, accidental, huérfano de tradición propia”. Justamente contra eso debemos trabajar sin descanso, entendiendo que reivindicar nuestra genealogía es parte fundamental de nuestro activismo. Como señala Celia Amorós, el pensamiento occidental (y en especial la filosofía) se ha legitimado históricamente gracias a la genealogía patriarcal. Escribirnos, reconocernos en otras, relatarnos, recuperar el legado de las mujeres artistas y poner en valor sus creaciones tanto históricas como actuales… todas estas estrategias son una brújula para que nuestra historia se lea, se escuche, se conozca. Por muy obvio que parezca esto que digo, lo cierto es que en las escuelas y universidades las mujeres seguimos siendo las grandes olvidadas de los currículos. La historia no se ha escrito sola, ha sido narrada por una mirada androcéntrica; como señala Pollock, “las sociedades en las que se produce el arte no han sido solamente feudales o capitalistas, sino patriarcales y sexistas”. Por eso es tan importante una obra como la de Chicago, más de cuarenta años después. Pisamos el suelo que otras cimentaron para nosotras; ayudemos, pues, a construir muros futuros más igualitarios, más feministas.