Fotografía de archivo del periodista vasco Manuel Leguineche, conocido reportero de guerra y maestro de varias generaciones de periodistas, que ha fallecido en Madrid a los 72 años. EFE



Es muy duro escribir  a vuelapluma la necrológica de un amigo excepcional, que adquiere en esos momentos testamentarios toda su envergadura en un instante y reclama para sí, con el mejor derecho, la mayoría de los tópicos que imprudentemente hemos vertido antes sobre la memoria de otros que no los merecían. Porque Manu es un compendio de todo aquello que, al paso de los años, uno admira más: limpieza de conciencia, sinceridad sin trabas, independencia cristalina e insobornable, lealtad a toda prueba, bonhomía contagiosa, profesionalidad convertida en una mística seductora.

Todo ello en las hechuras y la vocación de un periodista, con una capacidad de asimilación y de análisis excepcional y una perspicacia envidiable. Y, para bien o para mal, el mundo de Manu, que comenzó en Valladolid, en El Norte de castilla de la mano de Miguel Delibes, se quedó aquí pequeño, compungido en la grisura franquista, y pronto hubo de buscar otros horizontes en el periodismo internacional. Vietnam fue su escuela y su rodaje, y desde entonces Manu fue el eterno corresponsal de todas las guerras, que envió una información memorable y que, para consolidarla, nos deja una extensa bibliografía que compendia la segunda mitad del Siglo XX. No es un legado efímero.

A Manu se le reconoció en vida su valor, pero él no se dejó impresionar por los halagos ni seducir por las tentaciones. Recibió merecidamente los principales premios de la profesión pero nunca quiso abandonar el reducto autónomo de su propia pequeña agencia de noticias que le aseguraba respeto a su afán de independencia. Primero en Colpisa, después en Lid y en Fax Press, Manu nos dio a muchos la oportunidad de rodarnos y de aprender de él. Fue, en fin, un maestro de periodistas en su sentido más material y positivo, sin la menor concesión al tópico. Y de él aprendimos muchos ese sentido reverencial y cuasi religioso de una profesión tan ingrata como apasionante a la que sus devotos hemos de supeditar todas las ambiciones.

Manu, con una personalidad compleja y tímida, fue un hedonista en el sentido más rudimentario: hombre vital y generoso, amó la naturaleza –las largas jornadas de caza que compartí con él durante más de una década dan fe de ello- y, quizá por contraste con su verde Euskadi, se enamoró de las tierras hoscas de la Alcarria donde se confinó pronto, mucho antes de dejarse decaer, viejo y cansado, en su refugio de Brihuega, junto a un mirador extraordinario que asoma a la vega del Tajuña. Y si aquella comarca apacible ya podía alardear a su llegada del inefable “Viaje a la Alcarria” de Cela –algunos pensamos que es el único libro genial del Nobel gallego-, ahora también habrá de reconocerse en “La felicidad de la tierra” (1999), el gran testamento literario y sentimental de Leguineche que hunde sus raíces en la tierra roja de Guadalajara.

El periodismo español ha perdido, en fin, al jefe de aquella tribu que, en los últimos tiempos, se ha dispersado en la búsqueda de una nueva identidad, sin haber acabado de lograrlo. Seguramente Manu fue el último de aquellos heroicos corresponsales que hollaron con verdadero riesgo las guerras para poder contarlas, sin el subterfugio de la engañosa tecnología y, eso sí, sin servidumbre alguna a la hora de decir la verdad. Descanse en paz el amigo entrañable, tantas veces báculo de mi andadura; el gran hombre de bien que hoy sentirá zozobra por tantas lágrimas derramadas.

Antonio Papell es periodista