Lástima que hayamos ensuciado mares y océanos, como antes hicimos con la tierra hasta dejarla seca y con las aguas subterráneas hasta agotarlas. Porque ahora nos toca desalar el agua y llevarla hasta los territorios más lejanos del interior. No hay otra. La avaricia humana y el capitalismo depredador nos han traído hasta aquí, aunque todavía los hosteleros se alegren del "buen tiempo", los turistas lleguen sin parar a disfrutar de nuestro sol y las terrazas estén a tope.

El Partido Popular, que se empeña en el Parlamento de Andalucía, en legalizar lo imposible: ampliar regadíos en Doñana, es el mismo que se opuso durante el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero a las desaladoras en las costas de Valencia, Murcia y Almería. Los populares querían interconectar todas las cuencas hidrográficas y azuzar la guerra entre comunidades autónomas.

Hoy, Cataluña está en alerta por sequía y el sur de Francia, como el norte de Italia, también. Los trasvases no son la solución porque no hay agua que trasvasar. Tampoco hay agua que sacar de los pozos.

El agua desalada del inmediato futuro no podrá seguir yendo a la agricultura intensiva sin control o a llenar las miles de piscinas que han engordado un modelo turístico insostenible. La emergencia climática y las consecuencias del calentamiento global están aquí y nos van a obligar a cambiar nuestras inercias y rutinas, como ocurrió con la pandemia.

Ahora nos tocará lidiar con los que para cada solución encuentran un problema y dirán que para las salmueras, el residuo de las desaladoras, no hay todavía un reciclaje eficaz. También habrá que enfrentarse a los que pregonen "Desaladora, sí, pero no aquí"

Los que han hecho el agosto con las consecuencias de la guerra de Ucrania y el aumento de la inflación, se frotan ya las manos con las subidas de precios de los alimentos a causa de la sequía. Tendremos, colectiva y personalmente, que dejar de hacer muchas de las cosas que se han venido haciendo. Las soluciones de ayer y hoy no nos valen para un mañana incierto y convulso.

Los que solo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, o piensan que las rogativas en las iglesias pueden traer la lluvia, andan estos días hablando de las soluciones digitales para ahorrar agua en la agricultura y de la necesidad de arreglar las tuberías para evitar las fugas de agua, que hay que acometer sin falta y con urgencia.

Pero el problema está en el modelo productivo, en el esquema de crecimiento infinito y sin límites que se nos ha inculcado desde todas las instancias. Ha llegado el momento de los cambios drásticos o de las novedades casi impensables hasta hace muy poco tiempo como el saneamiento separativo y el reciclaje circular de la orina humana.

Superar las consecuencias dramáticas del cambio climático nos va a llevar mucho más tiempo, dinero y esfuerzos que lo que nos ha costado dejar atrás la pandemia.