Carles Puigdemont y Pedro Sánchez. El primero opera como pecado del segundo y el segundo como penitencia del primero. Y viceversa. Puigdemont es a un tiempo una salvación y una condena. Es quien te tira por la borda y quien te lanza el salvavidas para que no te ahogues. Ciudadano errante por decisión judicial, Puigdemont es un fantasma y Pedro Sánchez es el lugar donde últimamente acostumbra a aparecerse. Dios ha castigado los pecados de Pedro Sánchez poniendo a Carles Puigdemont en su camino. 

A su manera, el hombre de Waterloo es el ángel del Señor, el enviado de la Providencia para hacer saber a Sánchez, en sus propias carnes, hasta qué punto puede resultar elevado el precio del poder, obligándolo a hacer cosas que jamás habría hecho de haber tenido las manos libres. Puigdemont es para Sánchez un ángel de la guarda al revés: con él está atado, pero sin él estaría perdido. Sánchez aceptó un mediador extranjero en las negociaciones con un español, firmó una amnistía que había prometido no firmar, se batió el cobre en Europa para promover una lengua cuyo prestigio continental le era indiferente, ha aceptado delegar a Cataluña la gestión de competencias altamente sensibles en materia de inmigración…

“And the winner is…”

Dado que el premio gordo era la amnistía pero los jueces la tienen bloqueada, se diría que el rédito material, contante y sonante, efectivamente obtenido por Puigdemont ha sido escaso; no así, sin embargo, el rédito simbólico, no así el rendimiento narrativo, tan importante en la política de nuestros días. El líder independentista no ha ganado el Oscar a la mejor película o al mejor director, pero sí numerosas estatuillas de relevancia secundaria mas no baldía: es acreedor del Oscar al mejor actor secundario, al mejor guion adaptado, al mejor montaje, al mejor maquillaje, al mejor sonido… Puigdemont acumula nominaciones como nadie antes lo hizo. La gran película de Puigdemont se llama ‘Amnistía’, pero ahí el Oscar se le está resistiendo, y todo el mundo sabe que sin esta estatuilla las demás saben a polvo, a ceniza, a nada.

Sus mayores éxitos han estado en la venta y promoción de su relato, sobre todo porque las derechas más ardientemente españolistas están siempre dispuestas a comprárselo. Se dirá que Puigdemont es un político algo bocazas, y es verdad, pero es que el pobre no puede dejar de serlo. Necesita a toda costa hacer ruido y, al mismo tiempo, convencer a la gente de que todo ese ruido equivale a una cosecha de nueces como nunca antes se había visto en la historia de Cataluña. Al fracasar en su extravagante pretensión de convertirse en presidente de la Generalitat habiendo perdido claramente las elecciones, lo único que le quedaba era comportarse como si efectivamente fuera el inquilino del Palau que no pudo ser. Y eso es lo que viene haciendo.

“Esa mañana maté 90 perdices y 100 conejos”

¡Pues claro que Puigdemont es un bocas! Como esos cazadores jactanciosos y faroleros que exageran sin rubor el número de piezas abatidas sin importarles demasiado si quienes le escuchan le creen o no, Puigdemont adorna la narración de sus logros con ingeniosas hipérboles, metáforas, metonimias y todo un amplio arsenal de figuras retóricas para convencer a su audiencia de que nunca en la historia mundial de las monterías hubo cazador tan certero y afortunado como él. 

Lo que muchas veces irrita, molesta y escuece de Junts son más sus palabras que sus actos, más el tonillo de las palabras que las palabras mismas. Lo advirtió con sagacidad el Marqués de Custine durante su viaje a la despótica Rusia del zar Nicolás, allá por los años 30 de dos siglos atrás: “La humanidad tiene a bien dejarse desdeñar y escarnecer, pero no consiente que se le diga, en términos explícitos, que se la desdeña y que se la escarnece”. 

La propensión de Puigdemont a la amenaza velada y no velada, la querencia a explicitar, venga o no a cuento, su determinación de desdeñar y escarnecer al Estado causa en los desdeñados y escarnecidos del resto de las Españas más irritación que los réditos, más bien magros, conseguidos hasta ahora.