En su intervención antes de la segunda votación de investidura, Mariano Rajoy acusó a Pedro Sánchez de corrupción, por haber utilizado las instituciones en su beneficio y para lograr su supervivencia política; que es como si Al Capone te acusara de fraude fiscal por haber deducido los gastos farmacéuticos del abuelo en tu declaración de renta. Es inaudita la impermeabilidad del presidente del Partido Popular a la decencia. Y no me refiero sólo a la decencia de sus actos, que de esos se ocupará, espero que en breve, la justicia; sino muy especialmente de la decencia intelectual. Que Mariano Rajoy se atreva a utilizar la palabra corrupción para atacar a un contrincante político, da una idea de lo noqueado que está; es la certificación de que vive, desde hace mucho tiempo, en una realidad paralela. 

Pedro Sánchez se mostró, desde el primer discurso de investidura, excesivamente débil y conciliador con el PP en su defensa de porqué era él quien se presentaba a candidato a presidente del Gobierno y no, como había ocurrido hasta ahora desde la llegada de la democracia, el líder del partido más votado. Cierto es que el discurso hubiera sido muy breve, pero, sin duda, mucho más claro y convincente. De hecho, se podría haber limitado a una sola frase compuesta: "Señores diputados, me presento a candidato a presidente del Gobierno, aunque mi partido es el segundo en votos, porque quien tiene más diputados en esta cámara es sospechoso de ser el líder de una organización criminal" (esta calificación del PP no es de Pedro Sánchez, sino de la Guardia Civil). 

Estoy convencido de que la mayoría de ustedes, si estuvieran en la piel de Rajoy, lejos de hacer alarde de chulería y cinismo, hubieran elegido una postura más humilde, cuando no una petición de perdón por haber participado o, siendo muy inocentes, no haber puesto el mínimo empeño en cortar de raíz los casi infinitos actos delictivos en los que está implicado su partido. Pero a estas alturas, ya se habrán dado cuenta de que buena parte de nuestra clase dirigente, esos que en teoría están mejor preparados, que han ido a los mejores colegios, se han criado en las mejores familias y cobran los mejores sueldos, son, con mucho, los peores. 

Y no me refiero sólo a la clase política, entre esos peores se incluyen banqueros, altos directivos y, muy especialmente, la Familia Real. Con la de dinero que nos ha costado a los españoles pagarle a doña Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia una licenciatura en la Complutense, un máster en la Universidad de Nueva York, y las prácticas en la UNESCO en París, para que ahora resulte que firmaba documentos sin entender lo que decían y que no sentía la mínima preocupación por averiguar de dónde le caía el dinero a espuertas; vamos, que hemos pagado para formar una simple "mujer florero". Eso sí, un florero que no renuncia a ser la sexta persona de este país en la sucesión a la jefatura del Estado. En el caso de que llegara a la corona, tendríamos una reina florero y un príncipe consorte jarrón; porque Urdangarín, otro de esos miembros de la flor y nata de España, demuestra tener los mismos conocimientos o la misma inmoralidad que su esposa. 

No es de extrañar que esas élites que hasta ahora han dirigido los designios de este país, se muestren escandalizados ante la llegada al Congreso de jóvenes con rastas, hombres que se besan en la boca o, lo peor de todo, gentes que hasta ayer se ganaban la vida con eso tan vulgar como el trabajo. Esa es la gran revolución, cambiar las Familias Reales por familias reales.