El Papa Francisco, en una de sus últimas ordenes antes de fallecer este lunes, ordenó la disolución del Sodalicio de Vida Cristiana, organización fundada hace más de medio siglo en Perú y que durante décadas operó como una auténtica secta con bendición eclesiástica. Detrás de su fachada de apostolado juvenil se escondía una maquinaria de abusos sexuales, control psicológico y entramados económicos opacos con ramificaciones internacionales. El Vaticano ha sentenciado su final: carece de “carisma de origen divino” y funcionaba como un “sistema sectario abusivo”.

La orden ha llegado tras años de denuncias e investigaciones periodísticas, en especial las del periodista Pedro Salinas y su colega Paola Ugaz, cuyas publicaciones desvelaron la oscura estructura interna del Sodalicio. Su obra clave, Mitad monjes, mitad soldados, reveló con crudeza los testimonios de quienes vivieron bajo el yugo de su fundador, Luis Fernando Figari, un fanático de estética fascista que tejió sólidos vínculos con la oligarquía política y empresarial del Perú. La organización, nacida como una respuesta conservadora a la Teología de la Liberación, fue apadrinada por Juan Pablo II, que la aprobó oficialmente en 1997.

A cambio del fervor ideológico y la obediencia, el Sodalicio ofrecía a jóvenes vulnerables una supuesta élite espiritual. Pero la realidad era otra: aislamiento de sus familias, anulación psicológica y abusos sistemáticos, tal como narran los sobrevivientes. Figari y su círculo más cercano seleccionaban adolescentes -preferiblemente de clases altas- a quienes convertían en soldados de una cruzada autoritaria, bajo una espiritualidad que disfrazaba el fanatismo y el control absoluto. Entre las víctimas reconocidas, al menos 83 han sido indemnizadas con más de 5 millones de dólares, según el propio Sodalicio.

Una secta con rostro de multinacional

Además del daño espiritual y físico infligido a decenas de personas, el Sodalicio construyó un emporio económico con ramificaciones en sectores como la educación, la minería o los cementerios de lujo, amparado por el Concordato entre la Santa Sede y el Estado peruano. Paola Ugaz fue quien comenzó a seguir el rastro de ese imperio, descubriendo estructuras offshore y operaciones financieras que apuntaban a un presunto blanqueo de capitales. Se calcula que la organización llegó a manejar activos por valor de hasta 1.000 millones de dólares.

Todo esto no habría sido posible sin cobertura política. Durante años, el Sodalicio mantuvo estrechos lazos con gobiernos conservadores -especialmente durante el segundo mandato de Alan García- y encontró en la jerarquía eclesiástica peruana una aliada leal. Ni siquiera las denuncias internas, como la del obispo Kay Schmalhausen en 2013, surtieron efecto. “Toqué todas las puertas posibles y todas estaban selladas”, denunció años después el prelado, también exmiembro del grupo.

La ofensiva final desde Roma

La suerte del Sodalicio empezó a cambiar en 2022, cuando el Papa Francisco -alertado por los testimonios y la presión mediática- envió a Perú a dos de sus investigadores de confianza: el arzobispo maltés Charles Scicluna y el sacerdote catalán Jordi Bertomeu. Ambos entrevistaron a víctimas en Lima y elaboraron un informe que fue clave para la disolución definitiva del grupo. A la expulsión de Figari se sumó la de sus principales lugartenientes. Pero no sin sobresaltos.

A finales de 2023, en pleno proceso de intervención, dos representantes del Sodalicio intentaron maniobrar directamente con el Papa, llegando incluso a presentar denuncias contra Bertomeu. Fue un momento de tensión interna en el Vaticano, en el que Francisco pareció dudar. “Estuve a punto de no acudir a la reunión con él. Me sentí traicionado”, confesó Salinas meses después. Pero el Papa reaccionó a tiempo. En enero de 2025 firmó la disolución del Sodalicio. La noticia no se hizo pública hasta días antes de su muerte, lo que evitó que la organización se salvase con un eventual nuevo Pontífice.

Una victoria del periodismo frente a la impunidad

Lo que terminó de hundir al Sodalicio no fue solo la labor vaticana, sino el trabajo incansable de quienes se negaron a vivir en silencio. Pedro Salinas, Paola Ugaz o Elise Ann Allen, entre otros, pagaron un alto precio personal por contar la verdad: acoso judicial, amenazas, espionaje y robos en sus domicilios. “No buscábamos una cruzada espiritual, solo justicia y verdad”, asegura Salinas, quien anunció que se retira del tema tras 15 años de lucha. “Esto fue más que una investigación. Fue una guerra”.

Su labor ha sido reconocida por otro peruano ahora fallecido, Mario Vargas Llosa, que en una de sus últimas columnas celebró el coraje de los periodistas y comparó a Figari con un personaje del Marqués de Sade. “Deberían ser premiados”, sentenció el Nobel. Ahora, el foco se traslada al intento del Vaticano por recuperar el patrimonio oculto del Sodalicio, especialmente a través de sus ramificaciones en Estados Unidos. Bertomeu, convertido en comisario pontificio, planea utilizar la vía judicial norteamericana para reclamar los activos desviados.

Una secta menos, una herida más

La caída del Sodalicio representa un hito: es la primera vez que una organización religiosa con respaldo oficial del Vaticano es disuelta por presión pública y denuncias periodísticas. Pero, para las víctimas, esto no es un final feliz. Muchas arrastrarán las secuelas de los abusos durante toda su vida. Y el sistema eclesial que permitió su existencia sigue en gran parte intacto. Como advierte Salinas: “Esto no fue solo una historia de fe manipulada, sino de poder, impunidad y cobardía institucional. Pero esta vez, al menos, ganaron los que no se dejaron comprar ni silenciar”.

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