La derecha española, encabezada por Alberto Núñez Feijóo, ha adoptado una estrategia política que trasciende la legítima confrontación ideológica. No se trata únicamente de un debate de propuestas, sino de un proceso de deshumanización del adversario político, al que se busca presentar como enemigo ilegítimo, corrupto y contrario a España. El objetivo es claro: no competir en el terreno democrático, sino destruir simbólicamente al Partido Socialista y a todo proyecto progresista, utilizando el desprecio, el acoso y el odio como herramientas políticas.

Pero el Partido Popular actual va mucho más allá, y lejos de la moderación que algunos le atribuyeron en sus inicios, ha demostrado una preocupante cercanía con la estrategia de la ultraderecha. Su silencio ante los excesos verbales y violentos de Vox no es neutralidad: es complicidad. Ejemplos como el ataque verbal al barco humanitario Open Arms, dedicado a salvar vidas en el Mediterráneo, ilustran esta deriva. Mientras Abascal llamaba a “bombardearlo”, Feijóo respondía con el silencio, que se traduce en legitimación del odio y la negación de la solidaridad internacional, principios que han guiado hasta ahora la política exterior española.

Este comportamiento recuerda a episodios históricos oscuros. Igual que en la Alemania nazi se señalaba al judío, hoy se señala al migrante; al igual que que el franquismo ha extendido sus tentáculos y en plena democracia hay ejecuciones ocultas, prescritas o amnistiadas, hoy también se blanquea el racismo con la omisión. Lo hemos visto en agresiones a inmigrantes en Torre-Pacheco, Alcalá de Henares y Madrid, donde los ultras llaman a cazar y hostigar a los más vulnerables, incluso menores de edad. El PP, con su silencio, contribuye a normalizar estas prácticas fascistas que erosionan la convivencia.

Las víctimas de esta estrategia son siempre las mismas: mujeres, migrantes, colectivo LGTBI, personas pobres y desfavorecidas. La derecha más reaccionaria convierte al “otro” en culpable de todos los males, construyendo un relato que sustituye las soluciones reales por populismo violento y búsqueda de chivos expiatorios. Esta lógica no solo divide, sino que siembra las bases de un caos social planificado, con el único fin de llegar al poder sin aceptar las reglas del juego democrático.

No podemos obviar que este camino pone en riesgo principios elementales: el respeto a los derechos humanos, la no discriminación y la cooperación internacional. Lo que está en juego es la supervivencia misma de la democracia, que no resiste cuando se naturaliza el odio. Como en los años 30 en Europa o en Chile antes de Pinochet, el silencio de hoy abre la puerta a la violencia de mañana.

La historia de España y de Europa demuestra que los países se han construido sobre la integración, la diversidad y la solidaridad. Las generaciones migrantes han levantado barrios, sostenido servicios públicos y enriquecido nuestra cultura. Frente al muro y la exclusión, siempre ha sido más eficaz la cooperación. Por ello, es imprescindible alzar la voz: el silencio no es una opción cuando se persiguen a los vulnerables y se blanquea la violencia política.

Defender la dignidad humana, denunciar el odio y reafirmar un modelo de país inclusivo no es solo una elección política, sino una obligación moral. España merece un proyecto de convivencia libre, igualitaria y solidaria, que rechace de manera firme todo intento de normalizar el fascismo.

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