El país llega exhausto a estas elecciones. No solo porque son las segundas en apenas dos meses, sino porque sumamos ya cinco interminables años de un gamberrismo político del que por fin descasaremos, pero solo si las izquierdas pierden el poder que, naturalmente, nunca debieron detentar. Si las derechas suman, seremos un país menos avanzado, igualitario y moderno pero más tranquilo. 

Para el votante progresista, esta jornada de votación será un día de ansiedad, de inquietud, de nervios. Las encuestas son adversas para la izquierda pero no concluyentes. La remontada no es imposible, pero está por ver si el Partido Socialista contiene el empuje conservador en Andalucía, en Madrid, en Valencia y en la España despoblada. El gran resultado que el PSC espera en Cataluña servirá de poco si al sur del Ebro las cosas van mal. Este 23-J es día de nervios pero también día de miedo. Por primera vez, un partido de extrema derecha puede sentarse en el Consejo de Ministros. Aznar y Rajoy nunca nos gustaron, pero no nos daban miedo; Abascal sí nos lo da.

La legislatura milagrosa

Si la derecha y la ultraderecha suman y gobiernan, empezaremos a ver milagros que habrían sido imposibles hasta ayer mismo: el Falcon dejará de ser un jet privado al servicio de la megalomanía de un usurpador de la soberanía nacional para convertirse de nuevo en el avión oficial del presidente del Gobierno del Reino de España; Correos volverá a ser una institución seria que no obstaculizará fraudulentamente el derecho de voto de cientos de miles de ciudadanos; los crímenes machistas volverán a ser crímenes pasionales; ETA quedará definitivamente derrotada; los datos de paro del Instituto Nacional de Estadística volverán a ser fiables aunque el sistema de conteo sea exactamente el mismo que ahora; las ocupaciones de viviendas de las viejecitas que bajan a comprar el pan dejarán de estar a la orden del día; maricones, travestis, marimachos y tías resentidas dejarán de dictar la agenda legislativa de España…

La querencia nacional al atrincheramiento suele extremarse peligrosamente cada vez que la derecha sale derrotada en unas elecciones. La excepción a la regla fueron las dos primeras victorias socialistas de 1982 y 1986, pero tras la de 1989 ya no pudieron soportarlo más: un año después la Alianza Popular de Manuel Fraga se convertía en el PP de José María Aznar y este ponía fríamente en marcha una temeraria estrategia de tensión de las instituciones del Estado que se prolongaría durante seis largos años, hasta la victoria conservadora de 1996. 

Durante los dos mandatos de Aznar desapareció la crispación porque la izquierda siempre ha tenido mejor perder que una derecha que volvería a enfurecerse en 2004, cuando se vio expulsada del poder que tanto le había costado conquistar. La ira se prolongó durante siete años, los que el PP tardó en recuperar el Gobierno, en 2011, año en que de nuevo el país se tranquilizó durante una buena temporada porque, de nuevo, el PSOE aceptó deportivamente su derrota. 

'No sos vos, soy yo'

El último ciclo de la estrategia de furia y deslegitimación impulsada por el PP se activaría una vez más en 2018, cuando perdió el poder merced a una moción de censura que las urnas ratificarían inequívocamente en las dos elecciones del año siguiente. Así pues, si este 23 de julio las derechas no suman los escaños suficientes para gobernar, nos esperan cuatro años más de mofas, injurias y trincheras; si vence la izquierda, formalmente aceptarán el resultado de las urnas, pero materialmente se comportarán como si no lo aceptaran

La derecha española no solo no ha extirpado de su ADN el gen del mal perder, sino que ha multiplicado la potencia del mismo tras la irrupción de Vox. A Pedro Sánchez le han atribuido cosas de mucha gravedad, pero en realidad no mucho más de las que les atribuyeron a Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. El problema no es cómo se llame o qué haga el presidente socialista de turno; el problema es el PP. Si esto fuera una película argentina se titularía, obviamente, No sos vos, soy yo’.