Desde hace cinco años, Carles Puigdemont es un hombre encerrado con un solo juguete en una confortable pero solitaria casa de la ciudad belga de Waterloo. El expresidente catalán intenta compulsivamente armar un puzle de imposible culminación no tanto por la torpeza del jugador como porque no dispone de todas las piezas pero actúa como si dispusiera de ellas. Se trata, en fin y resumiendo mucho, de un rompecabezas al que le faltan un par de millones de piezas, que ese viene a ser, tirando por lo bajo, el número de votantes catalanes no ya adversarios sino enemigos de la independencia. De la independencia y también de la convocatoria de todo referédum que no esté previamente pactado entre las dos mitades de Cataluña.

Puigdemont se ha impuesto a sí mismo el destino, entre ridículo y sublime, de resolver la cuadratura del círculo. Los matemáticos tardaron siglos en resignarse a admitir la imposibilidad geométrica de hallar un cuadrado cuya área fuera exactamente igual a la del círculo. Puigdemont no se resigna a admitir la imposibilidad política de armar un Estado catalán separado del Estado español cuando ningún español y menos de la mitad de los catalanes lo desean.

Pero también el propio Pedro Sánchez tiene ante sí su propia cuadratura del círculo. Una amnistía preventiva, sin anestesia, por adelantado e incluyendo al expresident fugado de la justicia sería una jugada de altísimo riesgo incluso para alguien tan familiarizado con el abismo como el presidente. Por ahora, el único dato esperanzador es que ambos se necesitan: Sánchez necesita a Puigdemont para ser presidente y Puigdemont necesita a Sánchez para librar del banquillo a su gente.

Atendiendo al discurso de esta semana para concretar sus exigencias de cara a la investidura de Pedro Sánchez, con varias referencias algo fantasiosas a 1714, se diría que Puigdemont viene a ser un carlista 2.0 que, pese a haber perdido la guerra, no reclama un nuevo Abrazo de Vergara que, merced al perdón de los cientos de oficiales y soldados de su bando a quienes la justicia les pisa los talones, propicie la reconciliación entre independentistas y constitucionalistas. Más bien lo contrario: Puigdemont propugna un amnistía sin reconciliación, como queriendo convertir en victoria lo que en realidad fue una derrota, pues la estrategia de la unilateralidad fracasó con estrépito: tanto que, salvo él mismo y un puñado de fieles, todos sus promotores acabaron con sus huesos en prisión aunque fueran posteriormente indultados. Ahora toca indultar al resto y es justo que así sea: si quienes cometieron pecados mortales han sido perdonados, ¿cómo no habrán de serlo quienes los cometieron solo veniales?

Aun con todo, los negociadores de la Moncloa nunca deberían pasar por alto que Junts tiene solo 7 de los 48 diputados catalanes del Congreso. El problema no es solo que con un cartuchito tan minúsculo Puigdemont pueda volar el edificio entero de toda una legislatura; el problema es que se autoproclama representante y portavoz de Cataluña entera, es decir, no de sus 7 diputados sino de los 48. El hecho no es nuevo: el plural mayestático es muy propio de la política, pero la mayor parte de las veces su utilización es irrelevante; deja de serlo, sin embargo, cuando se pretende que ese escueto y limitado ‘nosaltres’ vendido como un unánime ‘tots’ se utilice como arma contra al menos la mitad de ese ‘tots’.

Como arma contra ellos no porque, llegado el momento, se arbitren medidas políticas concretas que les incomoden, sino porque se les expulsa de su propia casa, dado que esa mitad larga de la población siente Cataluña como una parte inseparable de la Casa Común de España; hace cinco años, en plena efervescencia política y emocional del procés, ya se sintieron parcialmente expulsados, pero quienes ilegal y temerariamente apostaron por aquella cuadratura del círculo interpretaron como un efecto colateral insignificante la alarma, la desazón y el espanto que provocaron en millones de sus conciudadanos.

Es pronto para saber si la amnistía es constitucionalmente viable, pero no para estar seguros de que es conveniente y deseable para el país. Ahora bien, el perdón no puede acordarse ni hacerse efectivo a costa del descrédito del Estado (de derecho) que lo concede porque ello equivaldría a condenarse a sí mismo. Un Puigdemont regresando victorioso de Waterloo con su juguete intacto bajo el brazo sería absolutamente inadmisible para la mayoría social del país; si tal cosa sucediera, Pedro Sánchez y el Partido Socialista tendrían los días contados.