Hay distintos momentos en la vida en los que las mujeres nos sentimos como tales. Pero hasta ahora, sin duda, el cambio más profundo que estoy experimentando es el del embarazo. Los cambios físicos son tan brutales que de algún modo intuyo que vienen a acompañar a todos los demás. Las hormonas pueden desarrollar sensaciones que nunca antes habrías imaginado: desde la hipersensibilidad por los olores, los sabores, hasta una cierta intuición que te avisa de peligros que jamás tuviste en cuenta antes.

Un ejemplo claro es el momento de ir a comprar alimentos. Antes podías saber más o menos cuándo un pescado, una carne o una verdura estaban o no frescos. Pero ahora tienes una especie de radar: sabes perfectamente lo que no te comerías bajo ningún concepto, porque el cuerpo lo rechaza nada más verlo. (Y es curioso porque si se hace la prueba, sobre todo con hombres, esos finos detalles no se perciben en la mayoría de los casos).

Cambios, cambios, cambios. Sobre todo hay uno que a casi todas las mujeres embarazadas les ocurre, y en cierto modo a todas las familias que deciden serlo: el de prioridades. Todas las cosas que antes se tenían en cuenta se reorganizan y pasan a ocupar lugares muy diferentes en la lista de preferencias y urgencias. Lo que parecía ser fundamental ahora pasa a un plano en el que prácticamente ni si quiera lo ves. Y de pronto todo tu universo gira en torno a principios y criterios desconocidos. Como mujer miras a las demás mujeres de manera diferente, a los niños, a los hombres. Todo comienza a ser distinto. Y sobre todo te importa que el proyecto que estás creando llegue bien, quieres darle lo mejor de ti y lo mejor del mundo que conoces.

Si hay dificultades -que en algunos embarazos las hay, y hacen el proceso bastante complicado-, puede que te dé por pensar. En mi caso, sobre todo en los primeros meses que han sido algo duros, no he podido dejar de acordarme de as mujeres embarazadas que hay ahora mismo en miles de lugares del mundo. Sin casa, sin médicos, sin nadie que les atienda. Ahora más que nunca te das cuenta y valoras el sistema de sanidad del que podemos -aún, a duras penas- disfrutar. Y te desgarra más si cabe la gran desigualdad que hay en el mundo. Ninguna madre debería tener necesidad, ningún niño debería llegar al mundo sin tener todo lo necesario para criarse en las mejores condiciones.

Y entonces llegas a la conclusión de que en este mundo hacen falta mujeres que tomen decisiones desde la perspectiva de una madre. Seguramente nadie moriría de hambre, y nadie padecería una guerra. La Sanidad y la Educación serían garantizadas. Es evidente que esta manera de pensar será atacada rápidamente por quien me diga que Merkel, Thatcher o Cospedal son tres buenas piezas que sirven como referente para desmontar esta teoría. Y no les falta razón. Generalizar no es acertado en ningún caso, y es por ello que se dan siempre las necesarias excepciones: mujeres que han tomado decisiones como si nunca hubieran preocupado de una vida, de traer al mundo y procurar su desarrollo en las mejores condiciones. Pero tan cierto es esta realidad, como la contraria: afortunadamente cada vez más, tenemos dirigentes comprometidamente feministas que han luchado por los derechos de las mujeres con rigor y valentía (acuérdense de los avances en el Gobierno de Zapatero en materia de igualdad de género).

Sin embargo, a pesar de que las mujeres vamos ganando presencia (no la necesaria), creo que nos queda una gran batalla que luchar. Se ha promovido una igualdad con la que no estoy del todo de acuerdo. No soy defensora de la igualdad entre el hombre y la mujer. Defiendo su equivalencia y el derecho a la igualdad de oportunidades,que no es lo mismo. No creo que la mujer o el hombre sean mejor uno respecto al otro; como tampoco creo que podamos establecer criterios de identidad, cuando es evidente que somos totalmente distintos. Considero importante replantear los roles y pararnos a pensar. La maternidad es una etapa fundamental para la vida de una mujer: el hecho de ser madre ha de ser una decisión libre, no condicionada por cuestiones económicas o sociales. Y para ello es necesario que desde el Estado se asegure a todas las mujeres en edad fértil todas las garantías para poder tomar la decisión con total tranquilidad. Esto supondría replantear la legislación que proteja los derechos laborales, de formación y de sustento de las mujeres. Y no promover que tengan que trabajar lo mismo -o más- que un hombre para poder ser independientes. De hecho, debería facilitarse a la mujer que quiera incorporarse al mercado laboral cuando lo considere; y sobre todo, promover las medidas de apoyo a la maternidad tanto en el ámbito público como en el privado. Y cuando hablamos de promover, hablamos de medidas que van más allá de meras inyecciones económicas a las familias; medidas como las bajas por maternidad de las que disfrutan en algunos países (en torno a los dos años); aumento de salario por cada hijo nacido con la correspondiente reducción de la jornada laboral; becas; acceso a viviendas, créditos públicos para fomentar el autoempleo...

Cuando un Estado se de cuenta de que las mujeres son fundamentales, no sólo por ser la mitad de la población, sino porque potencialmente de nosotras depende el futuro de todos, dejaremos de estar denigradas en los medios de comunicación, de ser utilizadas como objetos de reclamo comercial, dejaremos de ser ninguneadas en el mercado laboral, en la política... Y para ello no debemos luchar por la igualdad con respecto a los hombres, sino por lo que nos complementa, fomentando la diferencia y la equivalencia como motor de la evolución de nuestra especie. Se trata de que nos pongamos en nuestro lugar.

Para conseguirlo, los hombres deberían plantearse que ha llegado la hora de dejar de ocupar todos los espacios que nos pertenecen: y porque nosotras no somos competitivas (por mucho que algunos se empeñen en decir que el peor enemigo de la mujer es la mujer, yo no lo creo), sino cooperativas, hemos respetado siempre el panorama porque sencillamente, tenemos otras prioridades. Ahora se trata de ponerlas en la agenda común, porque son las prioridades que deberíamos tener y mantener entre todos.

Generosidad por parte de ellos, y las ideas claras por nuestra parte: no queremos jugar el mismo juego, ni si quiera queremos cambiar las normas. Queremos tener nuestro propio papel en la partida, y dotarnos de las normas que nosotras mismas necesitamos.

Beatriz Talegón es presidenta de Foro Ético
@BeatrizTalegon