La gradación ideológica de derecha a izquierda es clara: Vox, PP, PSOE, Sumar y Podemos. En muchas cosas, Sumar y el PSOE están más cerca el uno del otro de lo que lo están Sumar y Podemos. Yolanda Díaz se ha convertido en una líder socialdemócrata de cuando la socialdemocracia aún no se había dejado seducir por la serpiente con piel de sirena del neoliberalismo: menos Estado, menos regulación, menos impuestos. Nada de sindicatos y algo más de Ayuso.

Técnicamente, Pedro Sánchez es hoy más socialista que Felipe González pero menos que Yolanda Díaz, aunque no tanto por un convencimiento ideológico genuino como porque en vez de pactar con Ciudadanos acabó pactando con Podemos; de haber sido al revés, hoy tendríamos un Sánchez más derechista que socialista y más centralista que federalista. La Historia, en todo caso, no lo juzgará por sus vaivenes sino por sus hazañas, no por la hemeroteca sino por el BOE. Si el 23-J la gente vota pensando en el BOE, gana; si lo hace recordando la hemeroteca, pierde.

Sumar es un PSOE 2.0 pero de identidad todavía confusa y dimensiones muchísimo más modestas. Nunca podrá hacerle sombra al PSOE mientras, primero, no se afiance como marca cohesionada y previsible y, segundo, no revele con qué cartas juega la siempre comprometida partida territorial; hoy no es partido sino un puzle, un puzle ciertamente bien avenido pero amenazado de que cualquier día se pierda alguna, cuando no muchas, de las piezas que lo forman.

Defensa de los sillones

Un buen resultado el 23-J hará de pegamento entre las piezas; uno malo las disgregará. Eso no le sucederá al Partido Socialista o al Partido Popular porque son formaciones de una pieza, bloques macizos que el ácido de la derrota puede, como mucho, arañar pero no corroer. Aunque su trayectoria electoral no sea tan exitosa,Yolanda Díaz es la versión nacional de Enmanuel Macron: no en lo ideológico pero sí en lo estratégico, sí en ese formato de movimiento de perfiles políticos y organizativos equívocos que pende todo él del carisma de una sola persona. El éxito de la República en Marcha no se debe solo a él, pero es inconcebible sin él; con Sumar y Yolanda sucede lo mismo.

Por lo demás, no es cierto que la encarnizada pugna entre Sumar y Podemos en la negociación de las listas electorales haya sido por ocupar sillones en el mal sentido de la palabra: ha sido más bien por ocupar posiciones, y no posiciones personales, sino posiciones políticas, ideológicas, estratégicas. Un sillón es mucho menos que una posición: no puede haber posición sin sillón, pero sí sillón sin posición.

La variable del interés personal en ocupar un sillón existe, pero no es relevante para analizar un conflicto político concreto porque se da en todos los conflictos políticos, sean de la ideología que sean. Por definición, quien está en política quiere ir en una candidatura: el escaño despeja incertidumbres vitales y familiares al desterrar la precariedad laboral durante al menos cuatro años, pero es ese horizonte despejado el que permite a quien lo disfruta dedicarse sin interferencias a su genuina vocación de hacer política.

Vivos, muertos, zombis

Para Sumar era sumamente importante no ya matar a Irene, que en realidad ya estaba muerta, sino simplemente enterrarla. Yolanda no quería exhibir un cadáver en sus listas. Irene Montero ha muerto a manos de sí misma, pero ni ella ni los suyos parecen saberlo. La derecha y la ultraderecha la hirieron cruelmente, sin duda, pero fue ella la que se dio a sí misma la puntilla con su sectaria, arrogante y peregrina gestión de la ‘ley del solo sí es sí’, cuyos evidentes defectos técnicos nunca quiso admitir pese a las clamorosas excarcelaciones y rebajas de condena provocadas por los mismos.

Irene ha puesto tantas energías y tanto coraje en defender sus equivocaciones que le era ya imposible desvincularse de ellas: habría sido como desvincularse a sí misma. La ministra de Igualdad es un cadáver que se resiste a ser enterrado. En eso se parece a muchos otros políticos que han pasado por su mismo trance, desde Felipe González a Pablo Iglesias pasando por José María Aznar o el mismísimo rey emérito Juan Carlos I.

Después de muchos años, González se ha resignado por fin a la ultratumba y lo hace de maravilla desde la fundación que lleva su nombre; sigue presente en el partido, pero solo en espíritu. Aznar, Juan Carlos e Iglesias se niegan, contumaces, a ser enterrados aunque por diferentes motivos. Los dos primeros son ricos, el uno gracias a los contactos atesorados a cuenta de la Traición de las Azores y el segundo gracias a los pelotazos urdidos a cuenta de sus amistades del Golfo Pérsico; Iglesias no está ni vivo ni muerto: es un muerto viviente cuyo fantasma se aparece puntualmente cada día en su emisora Canal Red.

Montero ha operado más como activista que como ministra: piensa, como Pablo Iglesias, que impugnar y gobernar vienen a ser la misma cosa, cuando en realidad son cosas del todo distintas, cuando no opuestas. Un activista que actúa como un ministro es un primo; un ministro que actúa como un activista es un peligro. Solo los 'muy cafeteros' siguen queriendo ver a Montero sentada de nuevo en el Consejo de Ministros. El resto de votantes de la izquierda, no. Condenan sinceramente el acoso, tantas veces infame, al que ha sido sometida y admiran su pasión igualitarista, su activismo inquebrantable, su terquedad hiperfeminista, su vocación justiciera, habrían querido para ella un entierro más humano y más solemne... pero no, no la quieren de ministra.