*A la memoria de Gregorio Peces-Barba, Alto Comisionado de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo (2004-2006)

Estos días he tenido la oportunidad de ver El fin de ETA, un documental que se estrenará pronto con guion de los periodistas Aizpeolea e Izquierdo. He ojeado también el libro de testimonios de víctimas que ha editado con sensibilidad la AVT. Asimismo, ha llegado a mi casa, por cortesía del gobierno vasco, el conjunto de informes de la Secretaría de Paz y Convivencia, y he pensado de nuevo en la importancia de la memoria. Los tres documentos, como tantos otros, sirven para que no olvidemos aunque ETA haya dejado de asesinar. La tarea policial se hizo en general bien; la judicial no ha terminado, pero el futuro es la memoria.

No es una memoria rencorosa o vengativa, que ajusta cuentas, sino justa, humana. Veraz con los hechos (verdad y olvido son palabras opuestas en griego clásico), compasiva con los victimarios sin impunidad y solidaria con las víctimas con respeto. Una memoria como forma de resistencia moral frente a la amnesia que es garantía de repetición.

Para que no vuelva a pasar y para rendir tributo a quienes perdieron la vida fruto del fanatismo y la sinrazón, mayoritariamente por la acción violenta de la organización criminal ETA. También para poder mirarnos al espejo y no tener que retirar la cara. Uno de los peores efectos del terrorismo es cuando se utiliza como coartada para limitar derechos injustificadamente o para practicar una violencia estatal desproporcionada y contraria al Estado de Derecho.

Es una memoria para estar orgullosos de un combate que aunque no siempre fue legal ni ajustado a los principios normativos de la democracia liberal sí lo fue durante la mayor parte del tiempo y sobre todo al final, obteniendo el premio de una paz con justicia. Esto no significa que no haya habido tensiones que prueban la complejidad, la dificultad de combatir el terrorismo con respeto a los valores y a las normas de la Civilización.

El documental magnífico de Aizpeolea e Izquierdo lo demuestra. Los testimonios de Alfredo Pérez Rubalcaba, Jesús Eguiguren o Arnaldo Otegi ponen de manifiesto esa complejidad. El primero, con la inteligencia rápida que le caracteriza, estuvo siempre atento y no bajó la guardia nunca, tampoco cuando se habló con ETA. El segundo trató de negociar con una banda criminal que no se caracterizaba precisamente por la racionalidad y la compasión. Lo hizo con valentía, poniendo en riesgo su vida, y el documental prueba que también con conocimiento y con mucha generosidad. El tercero, muy mejorado respecto a su pasado (sólo podía mejorar), aún con algunas confusiones que persisten en su forma de razonar, ayudó a su manera. ETA sin embargo no aprovechó esa oportunidad que le dio el gobierno del presidente Rodríguez Zapatero.

Prefirió volar la T4, atentado del que en este mes de diciembre se cumplen 10 años. Fue el principio del fin de ETA pero costó la vida de dos personas, Carlos Palate y Diego Estacio. Fue también mi “estreno” como director general de apoyo a víctimas del terrorismo y todavía recuerdo esos días con angustia, dolor y rabia. Después vendrían los asesinatos de Fernado Trapero y de Raúl Centeno, de Juan Manuel Piñuel, de Luis Conde, de Isaías Carrasco, de Inaxio Uría, de Eduardo Puelles, de Carlos Sáenz de Tejada y de Diego Salvá, y ya en Francia, de Jean-Serge Nérin…, casi 900 personas desde 1968.

Hoy todo ha pasado. Es pasado, afortunadamente, y nos parece lejano, pero nuestra obligación es recordarlo. Recordar la sinrazón de la violencia y recordar a los muertos. Porque, como diría Paul Élouard, “si el eco de su voz desaparece, pereceremos”.