En el principio, en las primeras frases, ya se establecen las coordenadas de la búsqueda. No se dice babushka sino matrioshka, me corrigió mi tía abuela, la única tía de mi padre, a pesar de que no sabía ruso. Tenía toda la razón, pero no la creí. Llevaba toda la vida llamando babushka a mi babushka, agitándola con cuidado, desmontándola y montándola de nuevo, inspeccionando la muñeca más pequeña por si se podía abrir como las otras; por si contenía un mecanismo secreto, ya me parecía increible haber llegado a la última. ¿Cómo dar nombre, cómo articular mediante palabras lo vivido? A veces, el recuerdo se desdibuja. ¿Lo recuerdo con precisión? ¿Fue tal como lo describo y relato, era aquel color, aquel objeto, aquella luz? Auscultas entre esas inciertas huellas, para recuperar aquella experiencia, y te confrontas con múltiples capas, quizás sólo con reflejos, pero también con asociaciones que perfilan otros hilos, otros nexos, porque tu historia se entrelazaba con otras historias. Por otro lado, quizás la última capa no te suministre la imagen precisa, quizá aún sea insuficiente, quizá se conforme con los nexos entre las diversas capas y las fisuras y los huecos, tan fundamentales como lo que se nombra. Los recuerdos son fragmentos. Y los nexos, valga la paradoja, son sus intersticios. Por eso, la hermosa Una vez caminé sobre la suave hierba (Errata naturae), de la escritora austríaca Carolina Schutti, dispone de una estructura, en vertical, como las muñecas que conforman la matrioshka, y en horizontal, tejida con fragmentos sin una continuidad manifiesta, o evidente, con variaciones y saltos de tiempos y perspectivas (o más bien protagonismo escénico, una figura en segundo término cobra singular protagonismo en otro capítulo) que, en principio, parece difusa, porque es una mirada que interroga y busca, que intenta recobrar lo que había más allá.

A menudo, por las noches me quedaba despierta y dejaba vagar la mirada por la habitación. Le había hablado a la gran babushka de cómo era la casa desde fuera, le había hablado desde el jardín; del pueblo, que había crecido; de la sombra que durante más de la mitad del año cubría gran parte de las casas. Del valle con sus laderas boscosas también le hablé, del cielo de la noche, que se extendía sobre él. Me dio miedo que nadie fuese capaz de decirme qué había más allá. Pero quizá sólo había que hacer la preguntas adecuadas para que me respondieran.

Perspectivas, ángulos, parcelas y escenarios, casa, jardín, valle, cielo, umbría, fragmentos que en sí mismos ya son un mundo, pero se conectan. Y siempre, esa sensación de que al discernimiento y al recuerdo, en la relación con la realidad, los otros, y uno mismo, queda un intersticio, un hueco por precisar. La vida se suele fugar, y a veces duele, como una contracción que sientes de modo imprevisto. Algo ya no está, algo se desvanece sin que sepas con precisión si era un saludo o una despedida, algo que no recuerdas con nitidez como los rasgos de un semblante que no logras precisar. Algo ya es recuerdo, algo ya será sólo un sueño que quedó arrinconado en el silencio. Tantos detalles que quizá sólo entreviste, o que no se hicieron materia sólida, como una boya, en la corriente de tu memoria. Los otros y sus historias, a veces, dotan de perfil o perímetro tu discurrir, tu presente, pero ¿cuál es tu historia, cómo te precisas, cuál es tu reflejo, tu voz?. E invocas al relato que puede abarcar con sus flexibles fronteras lo que viviste. Unas fronteras que, aunque sean fantasmales, sientes que dotan del refugio del sentido y la concreción, como un edredón o una chaqueta de camuflaje, las palabras de un cuento antes de dormir (o despertar). Lo finito y lo incierto parecen encontrar residencia, definición, imagen precisa. O esa es la ilusión. No dejas de buscar ese edredón en el que recogerte, esa chaqueta con la que cubrirte, como si todo estuviera en su sitio, como una lumbre que fuera permanente. Una noche, escribí una frase, media frase que se me había ocurrido: Si una pudiese usar las historias de escudo, cubrirse con palabras ajenas como si fueran una chaqueta de camuflaje. Pero sientes que en tu trayecto hay piezas que han quedado diseminadas, que, incluso, no logras precisar cuáles eran....Todo se ha traducido y no se ha perdido nada, aunque tampoco se hubiese perdido de otro modo; pero tampoco me resultan familiares las palabras de la madre, y las palabras de la hija, de la cueva del edredón, están esparcidas por cualquier parte, como si Madre Nieve, la de aquellos viejos cuentos, hubiese sacudido el edredón demasiado fuerte y se hubiese rasgado una costura y el secreto, suave como el plumón, se hubiese salido.

En la narración se alternan los tiempos y las figuras protagonistas (como las muñecas dentro de las muñecas), aunque la figura vertebradora sea Maja, niña, adolescente, o adulta. En algún momento, irrumpe la primera persona en un relato dominado por la tercera persona: Más que una interrogante sobre quién relata, es esa difuminación de frontera entre el yo y el ella, como entre el yo y el ellos, por eso, en unos capítulos cobran más protagonismo alguna figuras relevantes en determinados pasajes de su vida, y las resacas y ecos de sus propias vidas (sus propios hilos, aunque sea el temblor de su huella). Aunque en el centro, como el vórtice de un maelstrom que es el centro y, a su vez, la salida del laberinto, su propio principio, sus primeros pasos.

La había desmontado y había puesto todas las muñecas en fila. En las barrigas tienen pintadas escenas de cuentos, pero me ponen triste, ahora cuando lo recuerdo. Con mi madre perdí mi idioma, las frases para irse a la cama, las de consolar, el pacer y el pasar de las palabras, nuestra isla de lengua en la que solo cabíamos las dos, sobre las que surcábamos la ciudad de camino al parque, a la panadería. Cubo, pala, panecillo

 

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La narración es una composición musical, una coreografía impresionista. Las palabras se paladean, como si antes aún no se hubieran dicho. La narración es como la inmersión en una corriente de agua. Te entregas a una corriente, y sus diversos afluentes, y fluyes entre sus frases. Es como una corriente de agua porque privilegia lo sensorial, las evocaciones a través de olores, tacto, luz. Es una narración que te empapa. La infancia de Marek huele a frambuesas calientes con nata, huele a musgo húmedo, al agua del río, a las dos vacas que tanta alegría les dieron, huele al sudor de sus padres. Ahora, en invierno, cuando el aroma del aire frío y la nieve y el humo impregnan el ambiente, le vienen las imágenes. (…) Marek recuerda el vapor húmedo del barracón, la lluvia, que golpeaba sin cesar el tejado de chapa, el olor a tierra primaveral que emanaba del suelo. El olor persistente entre los catres a humedad, a sudor, a madera podrida, a las patatas robadas que cada cual había colocado sobre la única estufa del lugar. Y es una narración escurridiza, porque no dejas de sentir los huecos y los intersticios, ese vano de la puerta entre sombras, la presencia de un umbral. Esa es una de sus más deslumbrantes, o alumbradoras, cualidades: Logra dotar de presencia a lo que falta, como el fantasma de un miembro amputado, porque la línea de puntos, o de las palabras, se extiende en lo no dicho, en lo insinuado, o sugerido, en lo que no se consigue precisar porque quedó difuminado, pero aún así su huella se siente. Logra hacer sentir nexos en lo que parecen añicos. La constitución del cuerpo en lo difuso. ¿Cómo se establece la conexión con el afuera, con los otros, cuando quizá sea difusa la relación con una misma? ¿En cuantas ocasiones, no vamos detrás de lo que sentimos o anhelamos, o expresamos de modo inconsciente, o indirecto, lo que deseamos?. Somos una corriente de agua que perseguimos para intentar precisarla en la película de un relato.

En la calle no sucede nada, la gente que pasea perros ya ha vuelto a sus casas, los niños juegan en los patios traseros o están de camino a la piscina, no pasa ni un sólo coche. Maja deja caer las hojas secas sobre el cenicero, va hasta la parte del balcón donde tiene las macetas con plantas aromáticas, pasa la mano por el tomillo de limón, se huele la mano, frota los dedos contra la lavanda, se los acerca a Erich.

Deberíamos fumar menos, dice Maja

Ehmm, dice Erich

Apaga el cigarro, saca otro del paquete y se lo acerca a Maja. Maja sacude la cabeza y aparta la mirada. El cielo azul, ni una sola nube, un día para ir al lago del bosqiue, piensa, meter los pies en el agua gélida, como en aquel verano que no quería acabarse. Día tras día el cielo se teñía de azul y cada fin de semana se subían al coche, echaban una manta, manzanas, dos botellas de agua en el asiento trasero, tomaban el solo y lanzaban piedras al agua, habían sacudido la cabeza ante la gente que, a pesar del calor estaba paseando, en lugar de tumbarse junto a la orilla y charlar y comer manzanas.

Exterior, el otro silencio que quizá sea el propio, como un reflejo, olores, tacto, los olores que quisiéramos privilegiar, el escenario de realidad que quisiéramos perfilar, y el que no, como un olor que interfiere y aún impide que la película de nuestra vida sea la que deseáramos habitar. La luz de lo que puede ser, la luz de lo que fue que quisiéramos imprimir en esa luz que quisiéramos que rigiera nuestra realidad. Y ese forcejeo vibra en los intersticios de nosotros mismos como una partitura de emociones que debate sin que la articulación de las palabras, en muchas ocasiones, la alcance, pero que se siente a través de reflejos. Maja oye a gente dando voces, un hombre y una mujer, la pelea resuena en toda la escalera. Raras, desfiguradas, casi blandas, así le llegan las frases a Maja. O quizás lleguen esas palabras después como la ola a la orilla, cale en la arena de nuestros pensamientos y se expresen como un paso de baile cuya conclusión queda esbozada en el movimiento que se anuncia.

Sintió el brazo de Erich junto al suyo y, sin embargo, pensó en cómo sería compartir el banco con otra persona. Con Bert. O con el vecino de enfrente, que por las noches siempre se tumba en el sofá a leer un libro o el periódico y, a eso de las nueves o las diez, abre la nevera y se queda un momento pensando, como si no supiera qué elegir. En verano, cuando Maja se sienta en el balcón, echa un vistazo al piso del vecino y contempla cómo lee, cómo se come un trozo de pan o un par de lonchas de fiambre. A veces Erich se sienta con ella afuera y fuman y beben un vino, y entonces Maja mira a Erich y se dice que tampoco es que viva mal. Pero aquel día, sentados en el banco, piso la mano sobre la rodilla de Erich, oyó cómo le latía el corazón y le dijo que tal vez necesitase una tercera vida en algún momento, nada más, y Erich la miró, sacudió la cabeza y no le hizo preguntas ni añadió nada. Se levantaron y volvieron por el caminito pedregoso en silencio.

Y en otros reflejos se condensa lo que no quizá no sea necesario explicitar, porque el relato se bosqueja entre las imágenes que también nos miran, reflejos con centro de gravedad, el umbral del lenguaje que es música y agua, sensación y auscultación. Por eso, hay tantas frases que incitan a retornar a ellas, como el impulso de zambullirse una vez más en el agua para sentir su caricia. Es la poética que escritores como Peter Handke dotaron de potencia epifaníca: la palabra y la materia, el arquetipo y la singularidad, el reflejo y la concreción. La pareja de la mesa de al lado apura el café, han apartado los platitos de tarta vacíos. Hacen planes para la semana siguiente, entre frase y frase pasa mucho tiempo, como si todo lo que dicen tuviera un significado especial.

Nos abrigamos con la chaqueta de camuflaje de los relatos, esa es la ilusión. La configuración de sentido, la revelación, el enfoque preciso sobre lo que fue, sobre nuestra propia mirada. Pero sabemos que siempre habrá brechas y fisuras. Y en esas mareas nos sumergimos, y envolvemos, como las corrientes que dotan de concreción a la vida, aunque sintamos que se nos escurren, pero sentimos esa materia escurridiza, esa paradoja. La bella escritura de Una vez caminé sobre la suave hierba danza entre lo tangible y lo intangible. Sentimos la suave hierva, y la misma vibración fugitiva del aire. Y eso se siente tanto umbral como residencia.

Muchas historias han tocado la mía y se transforman, se mezclan, a veces no sé ni decir dónde acaba una y empieza la otra. Las hice muy mías, las cogí prestadas, las rumié, tal vez demasiado, y me las puse como una cazadora de camuflaje, pero ahora, quiero entrar en mi propia historia, ver el pueblo, el valle de mi infancia frente a un paisaje que ha permanecido oculto a mis ojos.