La pregunta de quién era el cineasta sueco Bo Widerberg (1930-1997) pasa por preguntarse cuál era su manifiesto. Esa es la razón por la que se destaca en el título de este excelente libro colectivo, Manifiesto Widerberg (Providence), coordinado por Nacho Cagiga y Nuria Perez Matesanz, que elude, de entrada, uno de los riesgos de todo libro colectivo, la descompensación o desequilibrio por disponer de diferentes autores. En su combativo libro La visión del cine sueco (1962), Widerberg ya expuso, o dejó bien claro, la necesidad de transformar los viejos estamentos industriales e ideológicos que imperaban en una Suecia autocomplaciente e inmovilista. (Nuria Pérez Matesanz). Calificó de cine horizontal al preocupado por la realidad, como era su pretensión, y de vertical al preocupado por la divinidad, por cuestiones espirituales (lo que era más bien decir, despreocupado de la realidad). El empobrecimiento del cine sueco, y este es mi punto de vista, es una consecuencia de haberse exiliado voluntariamente de la realidad donde por motivos obvios debería acontecer (…) lo primero que (el cine sueco) debe intentar hacer es escribir en su pupitre la palabra realidad. Widerberg se esforzó en que la realidad respirara en sus obras, que adquiriera presencia, y eso implicaba un cine con conciencia, un cine que reflejara los desajustes y las injusticias, que diera voz a la gente corriente, a la clase trabajadora, a los que quedaban o se sentían fuera de lugar. Fue un cineasta siempre preocupado por crear una conciencia social y proletaria a lo largo de su filmografia (Nacho Cagiga). De entrada, se encontró con un escollo que parecía eclipsar a cualquier otro cineasta sueco. Ingmar Bergman era la representación de un inmovilismo que pretendía demoler, o la figura paterna que cuestionar para consolidar la propia posición. Nuria Perez desbroza con agudeza cómo eran más las sintonías que las divergencias en sus respectivos enfoques y planteamientos. En Bergman, los personajes también eran reflejo de su realidad. Quizá el enfrentamiento no se halle, por tanto en la construcción del discurso que trasluce a través de la producción fílmica sino en la consideración del director como agente social.
 

Otro de los primeros textos nos sitúan en el contexto, en qué circunstancias irrumpió Widerberg, y qué proponía como alternativa que intentaba transformar los parámetros de la misma industria. De ese aspecto se encarga Pablo Lopez Santana, quien ya publicó anteriormente un libro analizando la obra del cineasta sueco. En su texto realiza un repaso sucinto de lo que se puede denominar como el año en que Widerberg se convirtió en cineasta (…) el escrutinio de esta maraña inextricable de vínculos que terminaron confluyendo de forma ordenada en el resultado de un artista. Ya nos sitúa en las coordenadas que definen una circunstancia instituida, y cómo Widerberg se singularizó como una figura, provocadora y rebelde, que buscaba conmocionar las estructuras, algo también manifiesto en su experiencia teatral, como analiza en dos textos Niklas Persson-Webjorn: dirigió nueve montajes teatrales para la escena y en la televisión sumarían siete. No es una cifra insignificante para una persona que afirmó que odiaba el teatro, afirmación que, por supuesto, era una provocación. Widerberg era un intérprete rebelde de la obra de los grandes autores (...) llega a tratar la película de Un tranvía llamado deseo, en un estudio de televisión, mientras reinterpreta enérgicamente y transforma la historia.

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Era también un cineasta preocupado por lo sensual y efímero, como señala Ramón Font, quien destaca la fundamental importancia expresiva que Widerberg confería al montaje. Aparte de guionista, fue montador, desde 1965, de la mayor parte de sus largometrajes. En su primer cortometraje, co dirigido con Jan Troell, Pojken och draken (1962), ya se anticipaba ese estilo fluido que buscaba la continuidad en las sensaciones. En su primera secuencia la sombra de un pájaro se perfila sobre una fachada. El siguiente plano es el de un niño, en contraluz, en el interior de una de esas ventanas. Sombras y vuelos. La narración se desliza en las sensaciones que ese niño sentirá durante ese día, el día de su cumpleaños, en armonía con un entorno, esa libertad que representa el vuelo. Por eso, el trayecto narrativo concluirá con el vuelo de una cometa. La narración vuela durante su recorrido, y confiere presencia al entorno, sean gatos, barcos varados o la orilla del agua. No fue la única vez que en su cine aparecerían los cometas, u otras figuras con la misma impronta simbólica, avionetas o pájaros. Elvira Madigan (1967), una de sus obras más celebres, una de las escasas películas estrenadas entre nosotros (cuatro de quince), se define por los momentos que comparte una pareja de enamorados, un militar que deserta, y una funambulista que también abandona el circo. Deserción de una realidad insatisfactoria, abandono de la pista de un escenario restringido, la vida como ejercicio de funambulismo para sobrevivir. Ambos son perseguidos, como lo serán los amantes de una obra posterior en la que se pueden rastrear influencias de esta, Malas tierras (1973), de Terrence Malick. Durante la narración los personajes remarcan la crudeza y el absurdo de la guerra, del acto de matar, pero su tratamiento, su estilo, es más terso, como si celebrara con la luz y los colores ese universo aparte que se esfuerzan en consolidar la pareja de amantes, como si no existiera la realidad alrededor. Aunque su estilo no busque un formalismo pictórico, como doce años más tarde, Tess (1979), de Roman Polanski. Como apuntará Nacho Cagiga con respecto a Un hombre en el tejado (1976), adaptación de la novela El abominable hombre de Saffle de Maj Oswall y Per Wahloo, y El hombre en Mallorca (1984), su estilo casi domestico se respira igualmente en estos relatos de serie negra.

El libro analiza cada una de sus películas, en algún caso desde dos perspectivas diferentes, siempre sustanciosas, con un elaborado y preciso lenguaje. Nuria Perez Matesanz escribe cómo, en su opera prima, Barnvagnen (1963), observamos ya desde un comienzo que la delgada linea entre mirada social y mirada introspectiva no es tan fácil de delimitar, y cómo su segunda obra, Kvarteret Korpen (1964), condensa la veta del mejor Widerberg, el que sabe hablar de las heridas de los hombres en su conjunto y como individuos emocionales, el que sabe combinar composición y espontaneidad, dramaturgia e improvisación, fabulacion y documento. Una obra que sería nominada como mejor película extranjera a los Oscars, como posteriormente Adalen 31 (1969) y su última obra, sí estrenada en España, La belleza de las cosas (1995). Con respecto a otra de sus películas más conocidas, Joe Hill (1971), Nacho Cagiga escribe: La distancia en Widerberg no coincide exactamente con aquella de rasgos brechtianos, pese a la influencia y peso que esta pueda tener en su cuerpo fílmico, pues para empezar Widerberg es un romántico y, además, él mismo también es un solitario. Doble soledad la suya, la del hombre y el cineasta, basada en una doble incomprensión, una de orden ideológica y otra de rango fílmico. Más allá de la cruda visión del sueño americano, de su cuestionamiento de las injusticias del sistema económico laboral y de la aberración de la pena de muerte, como resalta Cagiga, es el retrato de la soledad esencial del hombre.

Widerberg nunca dejó de plantear interrogantes con su mirada inconformista. Como expone un personaje, cineasta, en su tercera obra, Kärlek 65 (1965): Lo que le ha pasado al cine es que de repente tiene principios (…) Los artistas no podemos solucionar los puzles porque no hay modelos. Lo que podemos poner es las piezas a la luz. El modelo que salga podría ser la verdad o al menos una parte.