Gordon Lish es un punto y aparte dentro de la literatura norteamericana, sobre todo en su faceta como editor. Promotor de autores como Richard Ford, Don DeLillo, Cynthia Ozick, Amy Hempel, Joy Williams, Barry Hannah o David Leavitt,  Lish fue además quien ayudó a Raymond Carver a ser quien fue, conocida es de sobra la edición que Lish llevó a cabo de De qué hablamos cuando hablamos de amor, reeditado recientemente con el nombre de Principiantes con el estilo original que Carver previó para su libro. Así, Lish ha sido visto como el inventor del llamado “realismo sucio” que, en los ochenta, ocasionó un giro importante en la literatura norteamericana y creó una escuela que todavía perdura.


Conocido como Captain Fiction, durante sus años en la dirección de Alfred A. Knopf,  Lish se convirtió en uno de los editores con más nombre y olfato para encontrar nuevos talentos, para pulir su estilo, para sacar lo mejor de ellos, ya fuera mientras dirigió Esquire en los setenta, trabajando para Alfred A. Knopf o bien en sus clases de escritura creativa. Pero tras Lish también había un escritor que tardó mucho tiempo en darse a conocer, en publicar, aunque seguramente llevara toda la vida escribiendo. Su primera novela, Dear Mr. Capote, se publicó en 1983 y a partir de entonces Lish siguió publicando y desarrollando una carrera que, ahora, gracias a la editorial Periférica, nos están llegando por primera vez al castellano.


En 2009 apareció Perú, magnífica novela en la que Lish nos introducía en el relato de Gordon, el narrador, quien a los seis años mató a otro niño de su edad en Long Island. Años después, Gordon recuerda aquel momento y narra su infancia, y de paso la vida de un barrio suburbial cualquiera pero que, poco a poco, va transformándose, gracias al excelente trabajo descriptivo del escritor, de un espacio de pesadilla a un lugar normal para que sucedan cosas como un asesinato de esa índole. La anodina vida de sus habitantes deviene de manera extraña pero coherente en una cotidianidad enfermiza y malsana bajo su superficie. El horror, de este modo, se ha normalizado. Y ahí reside el gran impacto de la novela, porque perturbar al lector al enfrentarse a un narrador que, intentando buscar mediante el recuerdo, quizá incluso a través de la ficcionalización de su memoria, el resentimiento, no lo encuentra. Memoria, violencia, obsesión y horror se dan la mano en un mundo creado por Lish que posee unos contornos bien definidos, incluso reconocibles, pero que mediante un trabajo atmosférico e introspectivo busca alterar esa cotidianidad y los márgenes de la realidad acaban rompiéndose dejando salir de su interior lo peor del ser humano. Mejor dicho, lo peor de un niño que no solo asesina, sino que años después, siendo adulto, no es capaz de encontrar una postura moral ante esos sucesos. Perú es para muchos la obra maestra de Lish, y lo es por sí misma.


En 2011 aparecía Epígrafe, novela que tiene algunos puntos en común con Mi romance, editada en 2014. La novela está construida a modo epistolar de una sola dirección: leemos las cartas que un narrador llamado Gordon Lish escribe a diferentes personas e instituciones en relación a la muerte de su mujer, Barbara, nombre de la esposa del escritor, también fallecida. De este modo, lo que comienza con misivas más o menos comunes va derivando, página tras página, en un itinerario enloquecido, casi delirante, en el que el narrador llora tanto la ausencia de la difunta como, sobre todo, la vida sin ella. Se enfrenta al vacío de manera descarnada pero exenta de sentimentalismo, casi con violencia, con desprecio. No es capaz de llegar a la emoción, sorteándola mediante un lenguaje casi esquizofrénico, excesivo. Hay algo autocomplaciente en sus cartas, también algo impostado. Y es que Epígrafe, al igual que Perú y Mi romance, se mueve en la frontera de locura, pero una locura, una vez más, cotidiana, normalizada. Posible. Epígrafe evidencia en todo momento que estamos ante un artefacto literario, textual, que hace explícita su construcción, que no busca ornamentar esta. Sino que busca que el lector se cuestione si ese Gordon Lish es un narrador que se llama como el autor o el propio autor reproduciendo su conducta, sus deseos, sus miedos. Pero con ello, Lish pone entredicho algo tan delicado como la celebración del dolor tras la pérdida.


Mi romance también tiene como narrador a alguien llamado Gordon Lish. En este caso, desde la primera línea, nos vemos introducidos en un soliloquio en primera persona que nos convierte en espectadores del discurso: se supone que Lish, invitado a un congreso de escritores en Long Island, se sube al estrado y comienza Mi romance. Así, la novela se estructura en un largo párrafo que absorbe al lector de principio a fin. Lish avisa desde el principio que hará algo fuera de lo normal, que no será un discurso al uso. Y no miente. Un monólogo enloquecido, casi improvisado, que va y viene y repite al más puro modo de Beckett, que habla de enfermedades, de alcoholismo, que desnuda al hombre que está hablando hasta llegar casi a lo realmente impúdico. En esa corriente de ideas y sucesos que van saliendo de su boca, encontramos cosas triviales y anodinas, pero también la confesión de que quizá mató a su padre o el relato acerca del suicidio de su hermana. Los recuerdos se dan la mano con apuntes intrascendentes que ayudan a crear una sensación de locura. Un relato abismal sobre el desvarío a través del desvarío.


Lish hace que la narración avance a pesar de las vueltas que el narrador da, de su inconsistencia. También logra que empecemos sin saber muy bien hacia donde nos dirigimos; y al final, cuando lo sabemos o simplemente intuimos, al recordar el trayecto, nos demos cuenta de lo terrible que es todo lo que hemos leído. Las fronteras entre realidad y ficción de nuevo se rompen, como en Epígrafe, sin que sepamos si Lish/escritor se corresponde con el Lish/narrador. No se trata de un mero juego de autoficción, sino de un elaborado trabajo literario para trastocar e incomodar al lector.