Considerada como una de las mejores novelas de 2013 en Estados Unidos y editada recientemente por Galaxia Guntenberg, Los lanzallamas, segunda novela de Rachel Kushner es, en efecto, una gran novela, ambiciosa y apabullante, que a pesar de su extensión atrapa de principio a fin gracias a su capacidad narrativa y evocadora.


Una joven apodada Reno, procedente de una familia rota y aspirante a ser artista, llega al Nueva York desfasado y alucinógeno de los setenta. Una ciudad decadente, casi atemporal, anclada en un presente sucio y en el que se representa la situación general del país. Aficionada al motociclismo, a la velocidad y al riesgo en general, la joven conocerá a Sandro, heredero de la familia Valera, famosa como fabricante de motos. Con Sandro vivirá en Nueva York, pero también se irá a Roma, a rodar un documental, en un momento de colisión y exaltación política. De manera paralela, Kushner nos introducirá en el pasado de la familia Valera, con el padre de Sandro a la cabeza, quien en los años treinta construyó su imperio en el momento en el que el fascismo subía al poder y el futurismo se convertía en su corriente artística de bandera.


Lo anterior es simplemente un esbozo muy general, contextual, de la narración de Los lanzallamas, novela que se abre en muchas direcciones, con un tono polifónico muy claro aunque con Reno siempre como centro de la historia a partir de la cual se va (re)construyendo tres momentos. Los Norteamérica de los setenta, con los años sombríos de la era Nixon y el Watergate, la herencia de Vietnam y la transformación de la contracultura de los sesenta en movimientos violentos y de ofuscación; pero también la Norteamérica culturalmente rica y abierta a nuevas formas de expresión, muchas de ellas en los márgenes. Por otro lado, está la Italia del fascismo y el futurismo. Y, en tercer lugar, la Roma de las Brigadas Rojas, época de secuestros y atentados, pero también de ansias de cambiar en Italia la situación que durante décadas ha vivido el país.


A partir de esos tres espacios y lugares, Los lanzallamas se alza como una novela río en la que Kushner nos introduce en una narración vigorosa, de tono cambiante, capaz de los pasajes más virulentos y de los más gélidos. Sin sentimentalismo alguno a la hora de mirar al pasado en el que se desarrolla la novela, ni con pretensiones de crear épica alguna, Kushner mira a maestros como DeLillo o Roth, por ejemplo, a la hora de crear una trama muy elaborada pero muy seca, casi cortante. Describe las tres épocas y los tres espacios apostando por lo físico como proyección de lo interior, creando una atmósfera vitalista pero decadente, casi enfermiza. Los lanzallamas, a lo largo de sus páginas, nos habla de una joven que descubre el mundo mediante un relato de iniciación en el que, ante sus ojos, se abre un nuevo mundo lleno de arte, sexo, velocidad, violencia y militancia política para, al final, acabar siendo en su conjunto una obra sobre la búsqueda de una identidad dentro de un mundo conflictivo y cuyos límites se expande hacia tantas direcciones, tan llenas de oportunidades como de desconcierto.


En un mundo en el que frivolidad y rebeldía se dan la mano, pasando de un estadio a otro, incluso confundiéndose, Reno mira al pasado en busca de un futuro pero dentro de un pasado que es tan fascinante como aterrador. O quizá es aterrador porque es fascinante. Y lo hace moviéndose, con rapidez, como las motos que conduce y que sirven perfectamente a Kushner para jugar con la idea de velocidad en las épocas retratadas (no en vano  fue una de las obsesiciones de los futuristas); pero también para dar habida cuenta de los efímero de cada momento, de cada pasión, de cada lucha.


Fac ut ardeat: Hazla arder. Así abre Kushner su magnífica novela, usando el fuego, como en su título, como algo destructor pero también purificador, tan importante como la velocidad en su componente efímero, pero a su vez presente. En Los lanzallamas Kushner habla de insurrección, de rebelarse, de luchar, aunque el esfuerzo al hacerlo se desvanezca rápidamente. Y somete a su personaje, Reno, a un itinerario absorbente y fascinante para enfrentarse a su tiempo y al pasado y, así, quizá, hablar de nuestro presente.