En su segunda película como directora, Paula Ortiz toma la obra de Lorca “Bodas de sangre” para realizar una adaptación tan arriesgada en el plano visual como respetuosa con el texto teatral, no solo en cuanto a los diálogos sino también, y más importante, en su tono y atmósfera.


Adaptar a Lorca conllevaba muchos problemas, pero Ortiz parece no haber tenido miedo alguno a la hora de realizar una película con la que consigue, en general, el difícil equilibrio entre el respeto al texto y la contemporaneización de éste, no porque haya trasladado la acción a la actualidad, sino porque ha creado un dispositivo visual que remite a nuestro tiempo. Y lo ha hecho desde una cierta abstracción en su contextualización, situando la acción en una suerte de desierto cuya fisionomía remite al sur de España pero también, en realidad, a un espacio indeterminado, atávico, como anclado y/o perdido en el tiempo. Esta elección ayuda a que La novia tenga un sentido más amplio, menos condicionado culturalmente. Ortiz saca un enorme partido a los espacios, a su sequedad –que contrasta con los espacios arbolados del final al que llegan, tras huir, los dos amantes-, porque esa dureza física viene a ser la mejor manera de representar la de los personajes. También porque hay algo sexual y sensual en ese desierto que parece no tener fin y que aísla, pero también acerca, a los personajes.



Ortiz ha entendido que debía armar una puesta en escena muy particular, asumir un riesgo, sino quería caer en la simple traslación a pantalla del texto lorquiano. A la vez, esa elección formal debía ser la adecuada para transmitir una historia que para la sensibilidad actual puede ser incomprensible, o producir rechazo, si se extrapola del contexto teatral. Por eso ha optado por una construcción visual de encuadres medidos, de una elaboración casi pictórica, con los que ir llevando a cabo un desarrollo narrativo más asentado en las emociones que en el relato convencional, algo, por otro lado, que entronca La novia con gran parte de las mejores propuestas de los últimos tiempos, que sin negar el avance de la historia buscan una conexión con el espectador más sensitiva, como arrastrándolo por una candencia musical. Y, curiosamente, lo peor de la película se encuentra en los momentos musicales, en los que Ortiz cae en un exceso de afectación y ocasionan que el ritmo de la película remita considerablemente.



La belleza plástica de las imágenes, aunque en apariencia pueden parecer demasiado esteticista, en realidad, esconde muchos detalles y una expresividad que persigue transmitir en cada momento las emociones necesarias para ir introduciéndonos en un itinerario sensorial que, con ayuda de la magistral partitura de Shigeru Umebayashi, hacen que el espectador vaya pasando de un momento a otro con una enorme facilidad; casi como en una ensoñación. Porque aunque realista en ciertos aspectos visuales, La novia tiene, además, ciertas resonancias fantásticas, casi fantasmagóricas. Quizá sea que ese mirar a un pasado lleno de odio, de venganza, de orgullos absurdos e irracionales, de pasiones desatadas y de promesas no cumplidas, no se pueda llevar a cabo, en la actualidad, desde una mirada que no sea, como poco, una mezcla de realidad y fantasía.


De este modo, La novia supone una experiencia visual y emocional que, sin embargo, presenta algunos recursos visuales –principalmente el abuso de la cámara lenta y los momentos “musicales” ya mencionados- que entorpecen el avance de la acción y que sin ellos, quizá, la película podría haber sido mucho más redonda. Pero Ortiz ha conseguido, a pesar de lo anterior, una obra singular cuyo riesgo formal debe ser aplaudido, como en general un elenco actoral con una gran Inma Cuesta y una Luisa Gavasa para el recuerdo.