Hoy hace cien años que nació Ingrid Bergman (1915–1982) y treinta y tres que falleció a causa de un cáncer. Murió el mismo día en el que cumplía 67 años de edad. Y «mientras pasa el tiempo», que cantaba Sam en Casablanca, su aureola sigue intacta. Tanto, que en una reciente lista elaborada por el American Film Institute la actriz ocupa la cuarta posición entre las estrellas más importantes de la historia del cine junto a Katharine Hepburn, Bette Davis y Audrey Hepburn.

A pesar de las similitudes fonéticas de sus nombres y compartir un mismo apellido, no había parentesco alguno entre ellos. Pero con Ingmar, la actriz rodaría la que sería su última aparición en la gran pantalla, Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978) cuando ya se le había diagnosticado el cáncer que se la llevaría cuatro años después. Y aún tuvo tiempo de hacer un trabajo más, para la televisión, Una mujer llamada Golda (A woman called Golda, Alan Gibson, 1982) en la que interpretaba a la primera ministra israelí Golda Meir, papel que le valió un Globo de Oro.

Sin embargo, en Sonata de otoño flota esa sensación de que la ya sexagenaria actriz se identificó con su personaje de Charlotte Andergast al ver, quizá, ciertas similitudes biográficas. Porque Charlotte es una prestigiosa pianista que sacrificó su vida familiar por una exitosa carrera artística que la llevó a recorrer los principales escenarios del mundo, al igual que la propia Ingrid Bergman era consciente en aquellos momentos de su condición de icono cinematográfico. Sonata de otoño se inicia cuando después de asistir al funeral de su último compañero sentimental, Charlotte acepta la invitación de su hija Eva, encarnada por Liv Ullmann, para pasar unos días con ella y su hermana incapacitada por una grave enfermedad. Pero el encuentro solo sirve para sacar a la luz las heridas y los reproches acumulados con el tiempo, avivando de nuevo la tensa relación que siempre ha existido entre ambas.

Quizá Ingrid interiorizó a través de Charlotte lo que había sido su vida, tanto en lo profesional como en lo personal. Como quizá no importe ahora indagar si hubo alguna analogía entre la relación de Charlotte y su hija con las de Ingrid y sus hijos en la vida real, Pia Lindström nacida de su primer matrimonio con Peter Lindström o Roberto y las gemelas Isabella e Isotta fruto de su unión con el cineasta Roberto Rossellini. Como tampoco importa que escandalizase a Hollywood y a la mismísima iglesia católica cuando abandonó a su familia para reunirse con el director italiano o que aquel segundo matrimonio terminase en divorcio en 1957. Porque de todo aquello solo quedan las películas, algunas ya clásicas como Stromboli (1950) o Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954).

 

Con George Sanders en Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954)

Ingrid Bergman había sentido la llamada de la interpretación en su adolescencia, lo que la llevó a ingresar en el Royal Dramatic Theatre de su ciudad natal, Estocolmo, estudios que no llegaría a terminar ya que pronto el cine se cruzó en su camino debutando con un pequeño papel en Lanskamp (Gunnar Skoglund, 1932). Y de ahí a trabajar bajo las órdenes de Gustaf Molander uno de los directores mas destacados del cine sueco de aquel momento y para quien Ingmar Bergman escribiría tres guiones, entre ellos La mujer sin rostro (Kvinna utan ansikte, 1947) y Eva (1948). La actriz rueda siete películas con Molander, obteniendo la última de ellas, Intermezzo (1936), un gran éxito que tres años más tarde la lleva a Estados Unidos para hacer un remake con el mismo título bajo los auspicios del todopoderoso productor David O’Selznick.

Su capacidad interpretativa así como la serena belleza de su rostro seducen a los estudios. Y se suceden los papeles. Como el de Ivy Peterson en El extraño caso del doctor Jeckill (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941) al lado de Spencer Tracy. Hasta que llega a sus manos aquella adaptación de una pieza teatral escrita por Murray Burnett y Joan Alison. Un caso un tanto curioso, porque Hal B. Wallis había adquirido los derechos de una obra que nunca fue representada en escena al ser rechazada en su día por Broadway, cuando la política habitual de los estudios era llevar a la pantalla aquellas que habían triunfado en taquilla. Sea como fuere, y a pesar de que su rodaje fue un cúmulo de complicaciones, imprevistos y casualidades, Casablanca (Michael Curtiz, 1942) se convirtió en un éxito que catapultó definitivamente a Ingrid hacia el estrellato por su papel de Ilsa Lund, el antiguo y efímero amor parisino de Rick Blain, el cínico y sombrío americano de oscuro pasado interpretado por Humphrey Bogart cuyos sentimientos vuelven a despertarse cuando ella se presenta en su bar acompañada por su marido, Victor Laszlo (Paul Henried), lider de la resistencia checa, para conseguir los salvoconductos que les permitan huir de la Europa ocupada por los nazis. Lo demás ya es de sobra conocido.

 

Con Humphrey Bogart en Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

Tras Casablanca, su prestigio como actriz se consolida con títulos, hoy en día clásicos, como Por quien doblan las campanas (For whom the bells tolls, Sam Wood 1943), adaptación de la novela de Ernest Hemingway que protagonizó junto con Gary Cooper; Luz que agoniza (Gaslight, George Cukor, 1944), drama psicológico que interpretó al lado de Charles Boyer y que le valió su primer Oscar; Juana de Arco (Joan of Arc, Victor Fleming, 1948); o las tres películas que rodó con Alfred Hitchcock, Recuerda (Spelllbound, 1945), Encadenados (Notorious, 1946) y Atormentada (Under capricorn, 1949).

Hasta que un día de 1949 la actriz queda impactada con el visionado de Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta, 1945) escribiéndole una breve carta a su director, el ya mencionado Roberto Rossellini ofreciéndose trabajar para él. «Soy una actriz sueca que habla bien inglés, que ha olvidado su alemán, que se entiende mal en francés y que en italiano sólo sabe decir ti amo». Después, el sonado escándalo, tres hijos y varias películas. Además de las citadas Stromboli, el primer film que rodó la pareja, y Te querré siempre, una de las más lúcidas radiografías que se han rodado sobre la crisis matrimonial, otros films como Europa 51 (1952) o Juana de Arco (Giovanna d’Arco, 1954) en la que Ingrid Bergman interpreta por segunda vez a la heroína francesa. Y la ruptura con el cineasta italiano, en parte debido a la escasa repercusión de las películas que hicieron juntos a pesar de que algunas de ellas se convertirán con el tiempo en clásicos del cine. Sea como fuere, la actriz viaja a Francia para rodar con Jean Renoir Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956).

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Con Liv Ullmann en Sonata de otoño (Höstsonaten, Ingmar Bergman, 1978)

Las cosas se apaciguan con su segundo Oscar a la mejor actriz por Anastasia (Anatole Litvak, 1956) que le supone la reconciliación no sólo con Hollywood, sino con su público. Además, compagina su carrera cinematográfica con el teatro y la televisión, rodando para esta última Hedda Gabler (Alex Segal, 1963) a partir de la obra de Henrik Ibsen que la actriz había representado sobre los escenarios. Y a pesar de que se reducen sus apariciones en la gran pantalla rueda algunos títulos destacados como Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), El albergue de la sexta felicidad (The inn of the sixth happiness, Mark Robson, 1958), El Rolls–Royce amarillo (The yellow Rolls–Royce, Anthony Asquith, 1964), Asesinato en el Orient–Express (Murder on the Orient Express, Sidney Lumet, 1974) por la que recibe su tercer Oscar, pero en la categoría de mejor actriz secundaria, o la ya citada Sonata de Otoño con Ingmar Bergman y que para algunos es su mejor interpretación.

Y ahora, «mientras pasa el tiempo», Ingrid Bergman sigue ahí, viva, intacta. Aunque "congelada" dentro de un puñado de rollos de celuloide.