La primera cuestión - y la única crucial- de la creación del universo y de la existencia de algo como señal y enfrentamiento a la nada es una pregunta en blanco. No puedo pensar en ella. Por eso centro mi atención en lo que rodea a esa pregunta, en la aleta del pez, en la complejidad del mundo salpicado de detalles. Esa observación, o reflexión, de Annie Dillard, contenida en su excepcional ensayo, publicado originalmente en 1974, Una temporada en Tinker Creek (Errata naturae), encuentra su correspondencia, ocho años después, en Enseñarle a hablar a una piedra (Errata naturae), que congrega catorce ensayos, algunos relacionados con viajes, a la isla Galapagos, por el río Napa, en Ecuador, o el Artico, aunque la coordenada fundamental es ese viaje llamado interior: Los cartografos denominan los espacios en blanco de los mapas <<bellas durmientes>>. Dillard despliega las preguntas mientras intentar captar el ahora. Pregunta en blanco aleta de pez. Los espacios en blancos son bellas durmientes, semilleros de preguntas para quien siente la aleta de pez desplazándose. El asombro incita la pregunta, y el blanco se torna aleta. Las interrogantes despiertan, mantienen la mirada despierta. Desplazarse, siempre, entre las preguntas, como entorno medioambiental vital, implica desenvolverse en la duda, o sentir siempre esa posición dudosa (que en los mapas se indica como P.D). También implica incertidumbre, y por añadidura, no sentirse a salvo, ya que el desplazamiento por la vida es impredecible y nuestra condición siempre vulnerable.

Fridtjof Nansen hizo referencia a la <<gran aventura del hielo, pura y profunda como el infinito (…), el recorrido eterno del universo y su muerte eterna>>. Esta prosa polar destila por doquier esas ideas de lo absoluto, de <<eternidad>>, de <<perfección>>, como si fueran una parte visible más del paisaje. En parte acudían, como digo, para buscar lo sublime, y lo encontraban del único modo en que puede hallarse tanto aquí como allí: alrededor de los límites, replegado en los vértices de los días. Porque eran personas -todos, incluso los británicos-, y a pesar de la pureza de sus concepciones, acarreaban su humanidad hasta los polos. (…) Los exploradores polares han de adaptarse a las condiciones que encuentran. Han de adaptarse, por un lado, a las graves limitaciones físicas y, por el otro, a las vanas limitaciones emocionales, como el resto de los mortales. Lo más duro es llegar a un arreglo factible entre ambas.

En uno de los relatos se interroga sobre esa necesidad, o búsqueda, de los sublime, de la experiencia transcendental que conlleva la sensación de acto de realización, como si todos los ingredientes o componentes de la realidad que se habita se conjugaran ya no sólo como piezas que encajan sino de modo perfecto. No sólo transcendencia, sino perfección. Nuestra finitud, además, ese maldito límite que tan difícil resulta admitir y asimilar (por eso, desde siglos atrás no se han dejado de confeccionar relatos sobre una posible continuidad del relato de nuestra vida más allá de la muerte), se ve conjurado con la ilusión de conquistar lo infinito, cuando el acto se impregna de excepcionalidad, de superación de lo que parece imposible, de desafío materializado que nos hace sentir no falibles ni limitados sino capaces por nuestras virtudes y cualidades (sea en el espacio físico de nuestro presente o en el hipotético transcendental más allá de la muerte). Dilliard delinea un admirable ensayo, Una expedición al polo, mediante el contraste entre una homilía en una iglesia y las diversas primeras exploraciones del polo durante el siglo XIX e inicios del XX, con el añadido, puntual, de su particular experiencia. Y el humor ejerce de pertinente corrosivo.

¿Por qué cuando estamos en una iglesia, parecemos turistas alegres y descerebrados en un viaje organizado a lo absoluto? (…) Por lo general, creo que los cristianos, salvo los de las catacumbas, no son lo bastante sensibles a las circunstancias ¿Alguno tiene una idea remota de qué tipo de poder invocamos con tanta alegría?¿O acaso, tal y como sospecho, nadie se cree una sola palabra de todo esto? Las iglesias son niños que juegan en el suelo con su set de química y elaboran una remesa de TNT para matar un domingo por la mañana.

En los diversos ensayos, manifestaciones de la naturaleza, sean fenómenos naturales, espacios geográficos, o criaturas animales, comparecen como reflejos o metáforas. Sean los manglares, la selva de Ecuador, ciervos, comadrejas o un eclipse total. La conmoción de la vivencia de un eclipse se transmite como una plena fractura, y a la vez, transfiguración perceptiva, como una perturbación que parece extenderse por las entrañas perceptivas de Dillard. Sus textos difuminan también los límites respecto a la ficción o el ensayo. Sus texturas son las de las emociones como las de la reflexión. El lenguaje subvierte límites, a través de la manifestación del yo que se expone y forcejea, como su mirada pone en interrogante cualquier límite a la vez que es consciente de los propios, pero también de las propias potencialidades, las que residen y se propulsan en la mirada que pregunta y ansia conocer. Declaro que he vuelto a partir. Los días se precipitan con significados. Las esquinas se amontonan con poesía; sistemas vacíos completos esparcen el hielo. Un eclipse total confronta con nuestra vulnerabilidad consustancial. La vida es un accidente en potencia. Es un puede ser cualquier cosa. La consciencia del riesgo es necesaria, aunque sea para contrarrestar los daños de la suficiencia (como la misma que genera la contaminación propagada, irresponsablemente, por Texaco, en el entorno de Ecuador).

En cualquier momento puedes ahogarte en tu propia saliva, puedes despertarte muerto en un pequeño hotel, una cabeza de col viendo la televisión mientras la nieve se amontona en los puertos de montaña, mientras las guindillas sonríen y la luna pasa por delante del sol, no cambia nada y no aprendes nada porque has perdido tu cubo y tu pala, y ya todo te da igual. ¿Y si alcanzas la superficie, abres tu bolso y encuentras, en lugar de un tesoro, una bestia que se lanza hacia ti? O puede que no consigas regresar. Los cabestrantes pueden atascarse, el andamio, volcarse; el aire acondicionado, estropearse. Tal vez un día levantes la vista y veas junto al faro de tu coche que el canario se ha desplomado en su jaula. Puedes meter la mano en una grieta en busca de perlas y tocar una morena. Tiras de la cuerda, es demasiado tarde.

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El título que aúna a los catorce ensayos, pero también título de uno de ellos, alude, de modo específico, a la pretensión de cierto hombre de conseguir que una piedra le hable, que exprese algo. El silencio de la naturaleza es su único comentario, y cada escama del mundo es una astilla de ese palo mudo e inmutable. Los chinos dicen que vivimos en el mundo de las diez mil cosas. Lo que cada una de esas diez mil cosas nos grita es, precisamente, nada. Si no existiéramos el mundo seguiría ahí con su zumbido, ese que parece definir al silencio de los elementos, de la naturaleza. Se intenta hacer hablar a los animales, a las piedras, a los dioses que creamos, pero la naturaleza es un silencio que es ruido, no respuestas que nos hacen sentir que este escenario lo dominamos como si tuviera sentido, un sentido acorde a nuestra condición de centro. Ese alrededor nuestro es silencio. Mil cosas, pero un palo. Indiferencia. Esa es la vertiente de ese silencio que más nos perturba. No hay nada, aparte del bullicio de nuestros relatos, de sus forcejeos, como escamas que empapelan el silencio con la apariencia de respuestas.

¿Qué hemos estado haciendo durante todos estos siglos sino intentar llamar a Dios para que regrese a la montaña o, tras fracasar en el intento, sacarle una palabra a cualquier cosa que no seamos nosotros?¿Qué diferencia hay entre una catedral y un laboratorio de física?¿Acaso no están diciendo ambos: ¿<<Hola>>? Espiamos a las ballenas y las ondas de radio de los objetos interestelares; nos dejamos morir de hambre y rezamos hasta ponernos azules.

Dillard, a través de un ciervo, se pregunta sobre nuestra consciencia, o relación, con el daño que sufren otros, sobre todo si es otra especie, y de modo específico, sobre la consideración, a la vista de las reacciones de sus compañeros de expedición por el río Napa, de que la mujer es más sensible a la contemplación del sufrimiento, y por ello menos capaz de soportar la visión de esa circunstancia, por lo que intervendría para aliviar o acortar la agonía, como si importara, más que la consciencia de la crueldad y el sufrimiento, cómo se encaja y resiste, cuál es el grado de indiferencia como seña de distinción. La asimilación del daño y sufrimiento como parte de la cadena natural (voraz). Es decir, ¿cuál es el valor de esa capacidad de resistir sin inmutarse ni mostrar aspavientos de compasión cuando se ve sufrir a un ciervo que forcejea con las cuerdas con las que le han atado antes de matarlo y comerlo?. Enlaza con nuestra animalidad, la vivencia que no se interroga ni empatiza. Mirada y ser (sentir). Por eso, se pregunta a través de una comadreja cómo vivimos la realidad. Y se pregunta cómo prefiriría vivirla ella.

La comadreja vive en la necesidad y nosotros vivimos en la elección, odiamos la necesidad y al final morimos en sus garras de la forma más innoble. Me gustaría vivir como debo vivir, que es lo que hace la comadreja. Y sospecho que, para mí, el modo de conseguirlo es el mismo: abrirme al tiempo y a la muerte sin sufrimiento, percibirlo todo, no recordar nada, elegir lo que viene dado con una voluntad feroz e incisiva.

Esa pregunta la vuelve a realizar durante su viaje por las Galapagos. La observación generalizada sobre cómo quisieran reencarnarse se inclina por los leones marinos, quienes parecen disfrutar cada día como un juego. Su vida parece una distendida celebración lúdica. Pero Dillard apostilla que su preferencia, tras meditarla, como una mirada que no se deja llevar por el impulso, sino por la reflexión, se inclinaría por retornar como los palos santos, árboles del incienso, unos árboles blancos de troncos finos, cuyas ramas, casi desnudas, se extienden como dedos. La erótica de la observación, o la transcendencia del asombro inagotable. Un palo blanco, una bella durmiente.

Pensé, y aún lo pienso, que si volviera a la vida bajo la luz del sol, en la que todo se transforma, me gustaría regresar como un palo santo, uno entre un millar sobre el borde escarpado de una de esas islas dejadas de la mano de Dios donde se producen un millón de acontecimientos entre seres carentes de inteligencia, donde una gota de lluvia puede caer sobre una iguana amarilla del tamaño de un perro salchicha y diez minutos después la iguana puede parpadear. Me gustaría regresar como un palo santo en el barlovento de una isla para ser, yo misma, un testigo perfecto y mirar, muda, mientras agito los brazos.