Hay películas cuyo visionado produce una sensación similar a la que siente el niño cuando disfruta con un juguete. Incluso no le importa si dicho juguete tiene un defecto, porque la fruición de manejarlo hace que se olvide de ello, incluso de lo que sucede a su alrededor. Y es en cierta manera la sensación que produce el visionado de Romance en Tokio que, a pesar de sus flaquezas, atrapa lo suficiente como para que la atención se mantenga hasta el final.

Romance en Tokio desprende un hálito que a más de un espectador le hará pensar en Amélie (Le fabuleux destin d'Amelie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001) y no sólo porque se de la casualidad, por decirlo de alguna manera, de que la protagonista del film dirigido por el también actor Stefan Liberski tenga el mismo nombre. De hecho ese es el nombre de la autora de la novela en la que se basa la película, Amélie Nothomb, quien en Ni de Eva ni de Adán (Anagrama, 2009) narra el romance que tuvo en Tokio con un joven japonés de buena familia cuando ella tenía poco más de 20 años.
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Pero más allá de estas cuestiones, las posibles conexiones con el film de Jeunet se hallan en el aliento que desprende Romance en Tokio, porque las protagonistas de ambos films son seres que emanan un aura ingenua, infantil, al tiempo que son naturales, sencillas, mostrando preocupación por sus congéneres al tiempo que tratan de comprender, aunque sea a su manera, el sentido de la vida. Rasgos acentuados a su vez por el vestuario, su propia voz en off, porque ambas son las narradoras de su propia historia, y la espontaneidad de la que hacen gala las actrices que las encarnan, Audrey Tatou en el caso del film de Jeunet y Pauline Étienne en la película de Liberski.

Y es ahí donde se halla una de las virtudes de Romance en Tokio, que el cineasta belga, en su voluntad por concebir un producto original, ha tratado de evitar en todo momento caer en todos esos elementos propensos al empalago y a la cursilería, como también ha eludido esos otros proclives a incurrir en la filosofía de los manuales de autoayuda, como cuando a la protagonista le asaltan las dudas y emprende un viaje a las laderas del monte Fuji. Un hálito que pone de relieve la sencillez de una puesta en escena, casi minimalista por definirlo de alguna manera, así como la propia banda sonora compuesta por Casimir Liberski, hijo del cineasta, cuyas arquitecturas armónicas parecen seguir en cierta manera el espíritu de las cajitas de música.

Pero más allá de esa aparente liviandad, Romance en Tokio sugiere ciertas cuestiones de interés, aunque hayan sido tratadas con anterioridad, como son las referidas al choque de culturas, algo que saldrá a relucir cuando Amélie, que nació en Tokio pero de padres belgas, regresa a la capital nipona y, mientras imparte clases particulares de francés, conoce al joven Rinri (Taichi Inoue). Sin embargo, tampoco la intención de Liberski es la de elaborar un tratado o una tesis sobre la colisión entre dos formas de entender la vida, sino más bien el placer mismo de narrar una fábula. Una fábula que salpica con ligeros toques de excentricidad que radican en los singulares gustos de Rinri.

Porque Romance en Tokio es de esas películas que acaba siendo como una golosina, ya que en el momento en que se degustan producen el suficiente agrado como para olvidarse por unos instantes de la realidad cotidiana.