A partir de la novela de Thomas Pynchon, Paul Thomas Anderson concibe un sórdido retrato de la sociedad norteamericana de los años setenta, al mismo tiempo que realiza una incisiva, laberíntica e hipnótica cartografía a través de la mirada alucinada de un detective hippie consumidor de hierba a quien pone rostro un memorable Joaquin Phoenix.

¿Hasta que punto el personaje de Doc Sportello, encarnado por Joaquin Phoenix, es en cierta manera una suerte de Quijote? Quizá no sea una casualidad fonética que su abogado se llame Sauncho (Benicio de Toro). Como que también el mismo Doc, un detective privado hippie, viva permanentemente bajo los efectos de los porros que consume y que de una forma u otra tergiversan su percepción de la realidad, al igual que las novelas de caballería hacían lo propio con el hidalgo imaginado por Cervantes.

Como también hay algo de novelesco en su figura, con el pelo alborotado, sus enormes patillas o su actitud desinteresada cuando acepta ayudar a la novia que un día quebró su corazón. Además, por su manera de vivir, fuera de tiempo, sin importarle las cosas que suceden a su alrededor, dejándose arrastrar por el azar, por la complacencia que le proporciona la hierba y al margen de las convenciones sociales, esas que por otra parte edulcoran los spots de televisión. Como aquel que ve al inicio del film sobre una urbanización y cuyo anunciante, como se sabrá poco después, es el desmesurado y egocéntrico inspector de policía “Bigfoot” Bjorsen, interpretado por un sobresaliente Josh Brolin, quien, con una peluca rizada, collares y estrambótica camisa espeta ante la cámara un «¿Qué tal Doc?», como si se dirigiese ex profeso al propio protagonista.

 

Sin embargo, ¿es todo esto una alucinación del propio Sportello? Porque a partir de esos instantes el espectador se verá inmerso en un relato hipnótico, confuso, impregnado por una extraña sensación de irrealidad que flotará a lo largo del metraje. Una irrealidad en parte potenciada por las propias atmósferas, generando la duda sobre si lo que se contempla es en realidad un espejismo, ya que Paul Thomas Anderson muestra en todo momento el punto de vista del propio Doc, aunque de tanto en tanto haya una voice over femenina que va apuntalando la historia.

Pero antes de ese anuncio de televisión, la secuencia que abre el film, cuando Doc recibe la visita de su ex-novia Shasta Fay Hepworth (Catherine Waterston) quien le pide que encuentre a su nuevo amante, un magnate del mundo inmobiliario cuyos proyectos publicita “Bigfoot” Bjorsen, y quien ha desaparecido en extrañas circunstancias. Pero el desarrapado Doc, al igual que el Philip Marlowe de Raymond Chandler, es en el fondo un sentimental, aunque en el caso de aquel su existencia navegue entre las brumas del pasado y las que le proporciona la marihuana, como queda patente en la secuencia siguiente, en la despedida entre ambos, con ella subiéndose a su automóvil temerosa de que la estén siguiendo y él contemplando como aquella se marcha. Escena que da paso a los títulos de crédito a los que acompaña el hipnótico tema Vitamin C del grupo Can. Porque ese es el punto de partida de un sórdido itinerario por los entresijos de esa utópica prosperidad norteamericana ambientada en la California de los años 70.

 

Sin bien otro film noir como La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) reflejaba el desencanto general de las políticas de Nixon tras el estallido del caso Watergate en 1972 que conllevó su dimisión del cargo presidencial dos años después, Puro vicio transcurre un par de años antes, en 1970, cuando el país vive en un ambiente estigmatizado por numerosos conflictos como la guerra de Vietnam o la segregación racial y en el que todavía se siguen pronunciando nombres como el de Charles Manson. Elementos que flotan en un relato sombrío, laberíntico y alucinado que muestra un paisaje en decadencia salpicado por las especulaciones inmobiliarias, los oscuros negocios de las grandes corporaciones o las corrupciones policiales. Un paisaje habitado por grupos de ideología nazi, ex‒heroinómanos, dentistas depravados, delincuentes de poca monta, abogados de tres al cuarto y almas perdidas. Un paisaje por el que transita un Doc dando tumbos y recibiendo palizas de tanto en tanto, incluso del propio “Bigfoot” Bjorsen, personaje que en cierta manera viene a ser su antítesis pero quien a pesar de su aparente dureza y su impoluta fachada trajeada es un ser corrupto y frustrado, quizá tan infeliz como el propio Doc.

 

La cámara de Anderson sigue en todo momento a Doc durante el curso de su investigación. Una investigación que si bien es el eje sobre el que se sostiene la trama, es también la excusa, tanto de Pynchon como de Anderson, para elaborar un gran fresco poblado por una maraña personajes del más diverso pelaje, plagado de situaciones rocambolescas y salpicado con multitud de matices que en cierta manera pueden traer reminiscencias de las enrevesadas tramas del citado Chandler. Porque el cineasta, quien se ha revelado como un incisivo cronista de su país, al menos en sus últimas películas, concibe, casi a la manera de un entomólogo, un crudo retrato pesimista, aunque esté sazonado con toques de humor negro, en el que hace saltar por los aires las benevolencias del tan publicitado estilo de vida americano.

Pero ¿hasta que punto Norteamérica no es en sí misma una alucinación, una generadora de cantos de sirena que ha acabado engullendo a muchos de los hipnotizados por sus promesas? Quizá, por eso mismo, la única forma de supervivencia de Doc es la evasión que le proporciona la marihuana.