Alejandro González Iñárritu concibe un excelente film en el que narra la odisea real de Hugh Glass (1780-1833), un trampero que logró sobrevivir en las inhóspitas tierras de las montañas Rocosas, tras ser gravemente herido por una osa y abandonado después a su suerte por sus compañeros de expedición.

Seres en el abismo. Quizá tres simples palabras que pueden definir de alguna manera la tesitura sobre la que navegan los seres de Alejandro González Iñárritu que, en el caso de El renacido (The revenant, 2015), lleva a su protagonista a límites extremos, aunque por otra parte, la historia, basada en el libro de Michael Punke, The Revenant: A Novel of Revenge (2002), se inspira en la peripecia real del trampero Hugh Glass a quien pone rostro un sobrio Leonardo DiCaprio. Una historia que tiene ya un antecedente fílmico, El hombre de un tierra salvaje (Man in the wilderness. Richard C. Sarafian, 1971) en la que Richard Harris encarnaba al aventurero y en la que John Huston desempeñaba el papel del capitán Henry quien, en la película del cineasta mexicano, recae en Domhnall Gleeson.

Pero aparte de las posibles, y quizá inevitables, comparaciones que puedan surgir entre ambas propuestas que, por otra parte navegan por tesituras diferentes, tanto estéticas como conceptuales, lo cierto es que el film de Iñárritu va más allá de ser un mero relato de supervivencia. Porque el cineasta mexicano concibe un film con tintes existenciales magnificados por los paisajes donde transcurre la acción, y al mismo tiempo una película con vocación de ser una experiencia sensorial para el espectador. Y no solo por la belleza de las imágenes del director de fotografía, Emmanuel Lubezki, sino por el diseño del sonido, donde la propia acústica que emana de la naturaleza se combina con las intervenciones de Alva Noto, seudónimo del músico experimental Carsten Nicolai, en una atractiva banda sonora que comparte al alimón con Ryuichi Sakamoto quien se encarga de la parte melódica. Estrategias que se acercan al modo de operar del binomio que formaron en su día Andrei Tarkovski y el músico Eduard Artemiev en tres títulos como Solaris (Solyaris, 1972), El espejo (Zerkalo, 1974) y Stalker (1979) donde las melodías y los sonidos naturales se entremezclaban con las notas electrónicas del compositor ruso, creando unas atmósferas tan inquietantes como envolventes.

 

Como también hay ciertos influjos conceptuales entre el film de Iñárritu y el cine del director soviético en cuanto al manejo de la cámara, siempre en movimiento, a veces de manera sutil, y en el uso del plano secuencia que, en el caso del director mexicano, son recorridos a lo largo del terreno donde transcurre la acción, siguiendo a un personaje para después enlazar con otro, y así, ir mostrando las diferentes situaciones que tienen lugar casi al mismo tiempo, como sucede en la magnífica secuencia inicial de la lucha entre los exploradores y los nativos. Así como la propia cadencia rítmica con la que el cineasta modula la historia, utilizando un tempo que le permite observar la evolución del protagonista así como los detalles del entorno que van sucediendo a su alrededor.

Movimientos, pero también una puesta en escena que, en otras ocasiones pueden traer reminiscencias del cine de Terrence Malick, pues Iñárritu salpica algunas partes del metraje con elementos oníricos, incluso simbólicos, que desprenden un cierto hálito existencial, en especial aquellas que corresponden con las evocaciones del protagonista, quizá los momentos más endebles de la película, cuando recuerda a su mujer, nativa, y a su hijo. Una estrategia con la que el director trata de imprimir al personaje de DiCaprio una mayor densidad emocional pero que queda solapada por la fuerza que desprende en si misma su propia experiencia vital al tratar de subsistir en un entorno salvaje, aderezada por ese sentimiento de venganza hacia John Fitzgerarld, interpretado por el siempre excelente Tom Hardy, el hombre que le ha abandonado a su suerte.

 

El renacido posee un cierto carácter sinfónico con una historia que está impregnada por ese espíritu decimonónico del hombre en comunión con la inmensidad del paisaje, de la naturaleza. Un espíritu que parece enfatizar aquella elegíaca secuencia en las ruinas de una iglesia que enseguida puede traer reminiscencias a los lienzos de Caspar David Friedrich, el pintor por excelencia del Románticismo alemán. Inmensidad en la que se ve inmerso Glass en su lucha por la supervivencia, abandonado a su suerte por sus compañeros en tierras inhóspitas, enfrentándose a todo tipo de adversidades, en un itinerario en el que se suceden varios encuentros, como aquel con un nativo quien, tras compartir la carne de un búfalo la noche anterior, le construye un cobijo con ramas y troncos para protegerlo ante la aproximación de una ventisca de nieve y que a más de uno le puede hacer pensar en Dersu Uzala (El cazador) (Dersu Uzala, Akira Kurosawa, 1975).

Sea como fuere, El renacido se revela, al menos por el momento, como uno de los títulos más logrados de su autor, porque además, más allá de un historia de supervivencia y venganza, es también un fresco sobre el origen de los Estados Unidos, un origen salpicado de violencia.