Aunque Lejos en el cielo y la serie Mildred Pierce, son las dos obras más cercanas a Carol dentro de la filmografía de Todd Haynes, una consecución en muchos aspectos lógica de ambas obras, interesa comenzar con I’m Not There. Además de una visión poliédrica a la figura de Bob Dylan, en su carácter casi experimental con la narración y la imagen, Haynes realizaba una mirada hacia la imaginería del pop del siglo XX; cada historia, cada Dylan, representaba un momento y una iconografía precisa, pero Haynes, a partir de ella, no llevaba a cabo un trabajo de nostalgia, ni de mitomanía. Haynes buscaba en esas imágenes del pasado su permanencia en el presente, su significado en éste más allá de su mera reproducción referencial o de significado.


 Lo anterior resulta relevante a la hora de acercarse a una película como Carol, una de las obras más complejas de los últimos años a pesar, o por ello mismo, de su aparente sencillez. Como adaptación de la novela de Patricia Highsmith, toma la arquitectura de ésta pero conduce la narración por otros derroteros, con suficientes variaciones como para tener autonomía propia. Introduce, por ejemplo, el sutil y más que relevante cambio de profesión de Therese (Rooney Mara), escenógrafa teatral en la novela, fotógrafa en la película: y es importante porque Carol es, en varias direcciones, una obra sobre la mirada. Como cine post-clasico, Haynes opera de manera similar a Lejos en el cielo –luego volveremos a ello- cuando reescribía el melodrama de Douglas Sirk a partir de dar visibilidad a aquello que tan sólo sugerido en aquellas películas de los cincuenta, pero visualmente se acerca más a los enormes logros de la miniserie Mildred Pierce, con la que Carol comparte no sólo una de las ideas, o la gran idea, transversal en gran parte de su filmografía, la búsqueda de una identidad propia más allá de las convenciones sociales de cada momento, también un concepto visual en la construcción, perfecta, de cada plano, en esa utilización de los cristales como pantallas deformadoras de la realidad que rompen con todo atisbo de simple reproducción mecánica del cine al que mira. Como película sobre dos mujeres que se enamoran contraviniendo las ‘normas’ sociales, no estamos ante una película dentro del marco político del cine queer, aunque la naturalidad de la propuesta y la resolución bien podría, de manera natural, sin discurso alguno, incluir a Carol en sus contornos.



Una película, por tanto, abierta a diferentes lecturas y que sin embargo, creemos que todo lo anterior se puede contraer en una idea que transita el cine de Haynes desde hace tiempo, y es el acercamiento a la imagen del pasado desde el presente. Retomando el comienzo, en I’m Not There, además de relato sobre una identidad poliédrica adecuada, cada una de ellas, a una forma de construcción visual, estábamos ante una aguda reflexión sobre ciertas manifestaciones pop de la imagen que, como tales, han quedado asentadas en la imaginería con el paso del tiempo. Lejos del cielo no era sólo el relato sobre asuntos raciales y homosexuales latentes en el cine de los cincuenta de Sirk, por ejemplo, también una primera aproximación al melodrama desde el presente, ¿cómo relatar el pasado a través de sus imágenes pero sin caer en la mera reproducción? Algo que en Mildred Pierce conducía hasta el extremo durante las cinco horas de duración de la serie, una vez más, relato de una mujer en lucha contra la sociedad en busca de su lugar y de su identidad, tema que recoge de Lejos del cielo y que en Carol gravita alrededor tanto de Therese como de Carol (Cate Blanchett). En la serie, Haynes comenzaba su relato durante la depresión con un clasicismo formal con el que, en realidad, crear una narración contemporánea en la que se establecía una dialéctica entre la imagen y su construcción y su contenido, la historia.


En Carol estamos, de nuevo, ante un relato contemporáneo, mucho además, en cuyas imágenes aparece representado el pasado. Ya desde el excelente arranque en travelling, atento a los detalles, hasta esa secuencia, previa al flashback que narra la película, en la que Carol y Therese hablan, dejando patente la relevancia de la mirada y el gesto en la película –esas manos sobre el hombro de Therese-, Haynes busca en el pasado la manera de relatar hoy. Sin nostalgia alguna, sin cinefilia de resonancias referenciales, sin el homenaje melancólico –y eso que comienza recordando a Breve encuentro de una manera elegante y sutil-. En definitiva, no es Carol el intento de hacer una película al modo de los melodramas de los cincuenta, como sí lo era en algunos elementos Lejos del cielo, aunque fuera para subvertir el género desde dentro, sino la búsqueda de narrar esa historia, con ese contexto, mediante una mirada contemporánea que, sin embargo, crea sus imágenes a raíz de esa herencia.



Compleja estrategia que Haynes resuelve con una soltura excelente, logrando que el melodrama no sea tan sólo una cuestión argumental o de tema, sino de forma.  Mediante el trabajo formal conduce a los personajes desde el woman’s film a la road movie mostrando no sólo el encuentro de dos mujeres que, cada una por un motivo diferente, encuentra en la otra una manera de liberarse, también contrapone dos mundos sociales diferentes, uno representado por Carol, el cual parece que va desapareciendo con la llegada de los sesenta, momento que representa la joven Therese. Dos norteaméricas diferentes que conviven en un momento determinado. Y ahí, Haynes, crea unas imágenes en las que las calles, el paisaje, rememora la imagen que tenemos de la época pero a su vez la pervierte mediante esa utilización de cristales a través de los cuales, en ocasiones, muestra a los personajes. La imagen parece evaporarse, borrarse, algo hay en ella que rompe con el sentido impoluto del resto. Y esa dialéctica visual nos muestra esa búsqueda que Haynes emprende de crear imágenes presente a partir del pasado. Máxime en una película en la que la mirada, algo que suele olvidarse en el cine cada vez más, toma una presencia esencial, a través de los dos personajes, sobre todo de Therese, pero no sólo en el terreno de la ficción, sino también porque esa mirada nos conduce con libertad por las imágenes de Carol, por sus detalles, como ese personaje de la película que asegura haber visto cinco veces El crepúsculo de los dioses para fijarse en los detalles.


Esta perfección formal, también musical, en el que la composición de Carter Burwell recuerda al Philip Glass de Las horas, algo que puede ser casual, pero resulta una más que estupenda casualidad por las resonancias que crea con aquella película, no supone una rémora para el desarrolla de una historia sencilla en su construcción pero compleja en cada detalle, en cada gesto, en el que la emotividad no viene dada sólo por la historia de Carol y de Therese, sino también por la formidable manera en la que Haynes nos la cuenta. Sí, el melodrama es cuestión de forma. Como demuestra un final cuya contención y planificación es el mejor ejemplo de cómo ha operado el cineasta para completar esta excelente película que plantea que para hablar del pasado, para relatarlo, se debe buscar en él las imágenes que le dieron identidad, existencia, pero no para repetirlas, sino para variarlas y transformarlas desde el presente y crear nuevas imágenes.