El montaje se repone en los Teatros del Canal de Madrid, y se creó con ocasión del bicentenario de estos dos compositores románticos, padres de la ópera contemporánea.


No es exclusivo del rock. En el siglo XIX, la visceral enemistad entre dos músicos ya hizo historia. Y hasta se crearon bandas rivales, enfrentadas por simpatía y oposición a cada uno de ellos. Hablamos de Verdi y Wagner. Solo grandes autoridades como Listz se atrevían a no posicionarse a favor de uno u otro, y el cisma alcanzó tal magnitud que en el frente de los wagnerinianos se fraguó incluso una subespecie, los bayreuthianos. Hablamos de los maestros del Romanticismo musical, de dos de los compositores más influyentes de la historia, de los creadores de la ópera tal como la entendemos hoy. De dos artistas de los que el público no se cansa: Rigoletto y La Traviata encabezan la lista de las óperas más representadas en el último siglo.


Aunque, como ocurre casi siempre en esta suerte de antagonismos, las discrepancias artísticas eran lo de menos. El problema era, sobre todo, cuestión de ego. Verdi se tomaba el tema con más humor, e incluso llegó a reconocer que el segundo acto de Tristán e Isolda era "la creación más sublime del espíritu humano”. Lo suyo, más que un ataque, era una defensa de su coetáneo alemán, con quien jamás llegaría a verse las caras en persona, pero que se encargaba de hacerle llegar sus pullas. Si bien, todo hay que decirlo, retrasó lo que pudo la entrada de la música de aquel en Italia, con la excusa de que había que preservar el producto nacional. Wagner, posiblemente por andar sobrado de autoestima, cosa que demostraba con perlas como “necesito brillo, belleza y luz. El mundo me debe lo que necesito, no puedo vivir con el miserable sueldo de un organista como nuestro maestro Bach”, no podía soportar la fama del aria verdiana. ¡La gente silbaba el Brindis de La Traviata por las calles!  Y aunque discutía la sencillez de las melodías de su contrincante, fundamentalmente lo reconcomía la envidia de una popularidad que ya le habría gustado para sí, pues tardó muchos más años en obtener el aplauso del público, hasta que en la década de los 40 se lo metió en el bolsillo con El holandés errante (1840) o Tannhäuser (1845).


No obstante, sabido es que a Verdi y Wagner, de quienes, en 2013, celebramos sus respectivos bicentenarios, los unieron más cosas de las que los separaron. Divergieron en aspectos como el interés por las arias: Verdi las amaba y cultivaba, Wagner las denostaba y ni se planteaba escribirlas. Una diferencia, esta, que no era moco de pavo, pues contenía el quid de cuál debía ser la forma operística del futuro. Por otra parte, Wagner ha pasado a la historia con óperas grandiosas y extensísimas, mientras que las partituras de Verdi tiran a breves. Wagner era más místico (no hay más que oír la Cabalgata de las Walkyrias), y Verdi era más de andar por casa. Y, como ya hemos apuntado, mientras que el compositor italiano se esmeraba en la melodía, el alemán se aplicaba, en especial, en aspectos relacionados con la armonía.


No obstante todo lo anterior, ambos coincidieron en su interés por modernizar y reinventar el mundo lírico tal como se conocía hasta su época. Acuñaron la ópera del futuro, con esquemas que aún hoy manejamos, fusionando texto y música; pensemos, por ejemplo, en el Lohengrin de Wagner, con el que quería fundar el “drama musical”. Una ópera, además, en la que ambos compositores abrazaban el compromiso político, y en concreto con la revolución, inmersos como estaban en el contexto histórico de las revueltas de 1848, que tan bien nos describió Víctor Hugo. Así, varias piezas de Verdi, y en especial su Coro de los esclavos (Va pensiero) del Nabucco, se convirtieron en himnos a la libertad, en pos de la reunificación de la nación italiana. Por su parte, los compases de Wagner destacaron por su exaltación de los valores alemanes, algo que instrumentalizaron (y mucho) los nazis, y que ha llevado a muchos a considerarlo antisemita y empujó a Woody Allen a decir aquello de “cada vez que escucho a Wagner, me dan ganas de invadir Polonia”. Sin embargo, aunque la música de ninguno de nuestros hombres en disputa ha conocido fronteras, Wagner, resultó una mayor referencia para el pensamiento europeo de su época, inspirando a Nietzsche o Baudeleire; también, incluso, con sus textos y ensayos.


Albert Boadella, el dramaturgo oficial de Els Joglars y director de los Teatros del Canal en los últimos cinco años con una gestión impecable, que apuesta por la innovación escénica y los grandes nombres nacionales e internacionales y no descuida la danza (no en vano, el autor ha confesado que lo entiende como el género escénico por excelencia), recupera estos días, en esta sala a cuyo frente se encuentra, su espectáculo Pimiento Verdi. Lo creó con ocasión de los bicentenarios de Wagner y Verdi, aunque el nombre lo ha tomado de una conocida cadena de tabernas, que frecuenta gente de teatro. Y por cierto que si uno opta por las entradas más caras para el espectáculo, podrá degustar de unas tapas salidas de esa (estupenda) cocina.


El montaje es excelente, y muy divertido. No se trata de un espectáculo más de esta célebre compañía catalana, nacida en los albores de la democracia con un claro posicionamiento político. Y es que en esta ocasión se incorpora, claro, ópera en directo, con extractos de La traviata, Rigoletto, Aida, Tristán e Isolda, entre otras. Y están muy bien interpretados, por las sopranos María Rey-Joly y Elvia Sánchez, los tenores José Manuel Zapata y Antoni Comas, el barítono Luis Álvarez, el pianista Borja Mariño y el actor Jesús Agelet. Este elenco interpreta la acción que se desarrolla en una taberna, cuyo propietario, un verdiano confeso, decide conmemorar el segundo centenario del compositor italiano, lo que mosquea algunos parroquianos, que, por supuesto, son más de Wagner. Es el antisemitismo del que tanto se acusó al compositor alemán lo que prende la mecha de la trifulca, a partir de la que se contraponen, de manera dinámica, inteligente, con el humor absurdo y delirante y la escenogafía colorista propios de Els Joglars, dos estilos, dos maneras de enteder el género lírico. La obra nos plantea si el comportamiento de los artistas deben contaminar nuestra opinión sobre su obra. Además, en la pieza aflora otro discurso muy original, pues el director y autor parte de la tesis de que los gustos musicales de los melómanos desvelan su carácter e incluso su forma de vida; así, los verdianos son más dialogantes y menos arrogantes, y por eso... ganan esta disputa. Porque Boadella es verdiano. Y, cómo en todos sus textos, tenía que posicionarse.


Pimiento Verdi. Hasta el 1 de marzo. Teatros del Canal. www.teatroscanal.com