En las ciudades con tradición taurina, así que suenan los clarines, la fiesta se deja sentir de manera reconocible, con mayor o menor intensidad, por los rincones más transitados de su historia. Incluso en estos últimos años de "combate a la fiesta de los toros", el cosquilleo de la corrida y el morbo del torero con sus luces rodeándole  el cuerpo, revolotean como semillas polínicas de  primavera. 

Los protagonistas del toro (y sus apoyos externos) de este año isidril madrileño -a diferencia de los inmediatos pasados- aparecen como más rearmados. Sevilla ha sonado más que temporadas pasadas y José Tomás ha regado de tauromaquia y sueño está piel de toro -que un día llamaron a España- con los estatuarios inverosímiles que interpretó en Jerez.

En Madrid, medios de comunicación y periodistas durante bastante tiempo tibios, cuando no ásperos, con lo taurino comienzan a abrirse de capa de nuevo: TVE, El País, algunos digitales... Aparecen así algunos apellidos tan sonoros como Amon acariciando el "lomo del zaino" y construyendo textos nuevos sobre las palabras antiguas. Hablo de Rubén Amon, hijo del gran Santiago Amon: cultura, sensibilidad, pluma decisiva..., que nos sorprende desde El País ora susurrando a los oídos de los "cuvillos", ora tarareando "West Side Story" desde Salzburgo. Periodismo con mordiente sostenido sobre los pilares de granito del mejor oficio que huye tanto del ripio como de la cursilería. 

La fiesta se anima un tanto así que Esperanza Aguirre declina, los toreros pijos, "que tanto la cuidan", enfilan hasta el papel couché  rulo de raby la tertulia para ganarse la vida, pues hace tiempo torean a más de dos metros de la línea del miedo, y el rey emérito no llena tanto las barreras de gran sombra. Ahora sólo falta que los nietos de los que aún están al frente del cotarro del toro logren convencerlos de que el siglo XVIII en el que viven hace mucho tiempo que pasó.  

Claro que donde no se aprecia cambio alguno es en los menús taurinos que ofrecen por estas fechas numerosos restaurantes. Continúan siendo la ofertas de zampada española a las que añaden rabo de toro de lidia o, en un exceso, carrileras de toro. (Tomate con ventresca, huevos estrellados, espárragos frescos, alubias rojas o no, alcachofas con jamón, merluza con almejas en salsa verde, bacalao a la vizcaína, chuleton  de vaca a la parrilla, solomillo a la parrilla, pluma de cerdo... siga usted completando esa lista que todo español tripero sabe de memoria). Fuera de esta monumental carta españolísima, lo más próximo a la cocina taurina que se añade es el entrante que llamamos banderilla (hilda en el País Vasco) cuyo palillo puede ensartar todo menos algo proveniente del mundo bovino. 

Se pierden los menús que olían tanto a dehesa como a cuadra; los restaurantes de postín de provincias y de la capital ya no se esmeran en tal arte. Recuerdo ahora el menú especial que disfruté (solo en parte) hace dos o tres años en Los Churrascos de Murcia: cecina de vaca, croquetas de meloso, hojaldre relleno de ternera, callos de vaca con garbanzos, rabo de toro... Salvajismo muy nuestro. Ahora los menús de este tiempo a duras penas incorporan un plato de rabo de toro; aunque algunos quijotes quedan que se esmeran.

Por ejemplo, los chef de los restaurantes y catering del cura Lezama en Madrid ofrecen estos días cositas como timbal de berenjenas con carrilera de toro, arroz cremoso de rabo de toro, rulo de rabo de toro estofado y desmigado con patatas bravas, y así. Recomiendo a los (re)impulsores de la fiesta qué no desfallezcan, qué continúen avanzando guiados por la luz de la digitalización y cuelguen los zahones y el trabuco en los museos; qué traten de convencer, en el caso de Madrid, a cocineros tan mediáticos como David Muñoz o Mario Sandoval para que recreen una cocina que transporte el sabor del tuétano, la textura del solomillo y, por supuesto, el mito del rabo de toro a los paladares modernos. Aunque pensándolo mejor, el rabo de toro cordobés que se quede como está: a un paso del museo de la gloria.