Al saltar por mi memoria sus carreras, miradas y diminutos miau, de repente, descubro que todos los artículos que escribí con ella arrebujada entre mis piernas hablaron de pescados, o de platos donde siempre aparecía el mar. Recuerdo cómo la descripción de una receta de mero (mero fresco, ajo fresco, perejil fresco, oliva virgen…) se me cayó de la cuartilla cuando de súbito ella le dio un rabotazo que la hizo volar saltando de mis manos. Y también cómo en ocasiones sus lamidas de lijilla mínima detenían el movimiento de mi mano garabateando sobre el papel estas humildes historias digestivas.

Tres años en mis pies o sobre los hombros, son innumerables horas de emociones positivas. No se puede escribir a la contra cuando te rodea tanto mimo. Todo en ella, a excepción de sus tropiezos de salud (usagrinas llamaba yo a sus pequeñas y periódicas heridas que aparecían en la piel) fue siempre placentero. Hasta cuando saltaba a la mesa mientras comíamos o te impedía dar el  bocado a la tostada con un toque certero de su lomo.

Era delicada y fina; olía, y hasta removía con sus patas delanteras, todo alimento nuevo que le regalaras. Luego comía todo o no. Su perdición eran los sesos coralinos de los langostinos. Su juguito ambarino la perdía, y los papelones donde venían envueltos del mercado los dejaba como si hubiera pasado por ellos una fresadora quirúrgica.

Con un mejillón recién cocido y bien troceado estaba entretenida hasta diez minutos, y una punta de melva canutera en conserva la saciaba como una boda. Comía poco y a menudo y me escuchaba aparentando ausencia cuando le indicaba algo. Como todo felino mínimo y curioso se pirraba por asomar al balcón y fisgar por las ventanas. En los últimos meses estuvo trastornada por una paloma callejera; su revoloteo, en ocasiones cerca de dos metros de sus afanados ojillos, la maltraía. ¡Qué no hubieran dado por tener, además de garras, alas para volar sobre ella y atenazarla!

Antes de que la tristeza, su delgadez y esa cara tan pálida la traspasaran, cuando sólo era la jovencita de la casa con la que juegas y a las que le acumulas caprichos, decidí preparar un suquet de peix para darnos un homenaje y a ella proporcionarle unos buenos relamidos. En el mercado Maravillas de Madrid encontré dos sardos pequeños, un par de rapes tan mínimos que parecían ilegales y un cabracho terciado. Le pedí a Dionisio, el pescadero, que los desventrara y cortara en o dos o tres trozos por pieza, también que me dejara las cabezas, sin ojos, y las raspas para hacer el caldo.

El fumé está preparado y a la espera; el sofrito en su punto y la patata con su gluc, gluc; llega el momento de sacar del frigorífico los pescados de roca… Pues bien, en esa fracción inmedible en tiempo que es el paso que media entre el frigorífico y la isleta de la cocina ocurren varios fenómenos en la casa: el ruido (toc toc toc) repentino de una carrera supersónica por el parqué, la sombra de algo o alguien (o quizás el movimiento de una imagen extraviada en la mente) que se proyecta ante mis ojos y, luego, sin que nada concreto haya visto antes, tengo ante mí la figura en porcelana blanca y gris de Tuna que se relame con los ojos pues aún no ha abierto la boca.

Pero duda ante los trocitos de pescado que llevo hasta una orilla de la isla; los huele como temerosa y apenas apunta la lengua sobre el color rosa del cabracho. Me mira luego decepcionada, otea la campana del extractor de humos y salta sobre ella para dormitar en su plataforma. Cuando el suquet huele a acabado, cuando saco la caracola imaginaria para llamar a la familia a la mesa, en ese preciso instante, ya espera ante mis ojos  El pescado cocinado y tibio sí le va, ese trozo de sapito bien troceado y tiernísimo lo devora. Aquella tarde estuvo casi media hora de reloj lamiendo el viejo caldero. Desde entonces no tiene brillo.

Tuna nos dejó el martes 19. Venia (lo supimos minutos antes) gestando una leucemia felina desde su infancia. Pero hoy todavía continúa aquí con nosotros, trepando por mis piernas y jugando a hacer uñas con la lana tan blandita de mi albornoz. Las mejores digestiones de palabras las tuve con ella a mi  lado, no sé qué ocurrirá mañana.