En estos días cuando el mes de julio muere,  siempre recuerdo (añoro) el norte vasco. Hasta no hace mucho tiempo las banderas con sus guerras ocultaban que en aquellas ciudades, villas, pueblos y caseríos se disfruta de la vida mejor que en ningún otro rincón. Los vascos son una tradición dura de piedra, hierro, madera y lurras que evoluciona, muta y da más vueltas de tuerca sobre sí misma que nadie en este mundo europeo. San Sebastián o Guetaria, Bilbao o Guernica han cambiado tanto de ropón en los últimos cuarenta años que de no tener el vasco un alma tan propia nadie las reconocería. 

Pero son poblaciones más auténticas, bellas, diversas, modernas y adictivas que nunca. Los sociólogos se ponen de acuerdo en las bases de esta evolución (que más parece revolución): mucho dinero pero en general bien empleado en proyectos públicos y privados que pronto han alcanzado a ser demandas y afectos colectivos. Carreteras y trenes, urbanismo racional de vanguardia y casi siempre útil y bello, unos monumentos/símbolo espectaculares que se quieren dentro e impactan fuera; la persistencia en el cultivo de la industria y la pequeña empresa exportadora, la enseñanza práctica y la investigación constante y, mirando siempre más allá del océano y los montes, hacer de la restauración un reclamo mundial de la excelencia que no riñe con su disfrute generalizado por la mayoría. 

Creo haberlo anotado en alguno de estos comentarios hace un tiempo: la creación del Basque Culinary Center es uno de los pocos grandes aciertos de Europa en la última década pues trata, ni más ni menos, de encontrar y marcar las rutas por dónde caminará la restauración del futuro. Influirá (ya lo hace) más que la más rutilante universidad que imaginemos y, poco a poco, se irá codeando con las instituciones más transformadoras y únicas que pilotan el mundo.

El norte no ha dejado de ser (ni renunciará nunca) esa tierra de las buenas verduras frescas, la merluza, el chuleton y las enormes jamadas de los Txokos. Pero ya no es sólo eso. Esas semillas han proliferado tanto que las barras de sus bares y los offices de sus restaurantes se llenan de miles de platos que huelen a vientos de todo el mundo y hablan euskera. 

Agosto se inaugura con la virgen Blanca de Vitoria, la semana grande de Bilbao y luego San Sebastián. Pero Euskadi viene de un julio de jazz y en septiembre abrirá su gran portalón al cine en San Sebastian. En estas tierras se disfruta porque mucho antes sus gentes se lo pasan de escándalo comiendo lo que cocinan, disfrutando de las costumbres en sus casas y plazas confortables y de un paisaje que, ahora sí (adiós vieja y sucia Ría), se dedican a conservar como no hace otro territorio de España. 

La mejor prueba de que este norte funciona  la encontramos en la experiencia vital y profesional del cocinero Daniel Lamana (el Kabuki del madrileño hotel Wellington es quizás aún lo que es porque pasó por el) que viniendo de la saga de los fundadores del Hogar del Pescador de Santurce, donde todos los que por allí pasamos creíamos que el pescado había tocado el cenit de la excelencia, ha tenido la humildad de vivir en  Japón como un alumno aplicado para seguir aprendiendo y traer aquellas experiencias a pasear con los buenos lenguados que  hicieron tradición en el restaurante del hotel Ercilla de Bilbao. Hoy gracias a una nueva vuelta de tuerca a lo que creíamos insuperable, observamos cómo los samuráis interpretan sus danzas festivas en los salones del añejo hotel, pues no sólo son dantzaris los que bailan el aurresku.