En la sección de comentarios de un periódico, escribía un lector a propósito de una noticia sobre las nuevas cepas del coronavirus: “No dais más que noticias escabrosas, que generan angustia y ansiedad. ¿Para cuándo un artículo que dé a la gente un mínimo de esperanza?”

Comprendo el hartazgo de ese lector, que, en mayor o menor medida, es el de todos, porque lo de la pandemia parece alimentarse a sí misma con cada esfuerzo por controlarla. Pero ¿desde cuándo informar es algo escabroso? ¿Qué hubiera preferido ese lector, que el periodista hubiese dado una noticia amable como las que John D. Rockefeller le exigía componer a The New York Times en exclusiva para él, aunque no fuesen verdad o verdad solo a medias?

Supongo que existen personas que deben negar primero la realidad para poder poner después los pies en ella. Son aquellos que, intuyo, profesan una especie de optimismo tan alto y militante, que quizá la desgracia solo sea para ellos la justificación para practicar lo aprendido en los catecismos rosáceos de Paulo Coelho o en los sedantes libros de autoayuda.

Piensa en positivo y lo positivo vendrá a ti es una de las múltiples golosinas ideológicas de las que se nutre el llamado pensamiento positivo, una factoría de ficción que ha producido más daños cerebrales que las obras completas de Schopenhauer leídas a primera hora de una mañana de domingo con resaca. Esto lo dice, aunque no así, no con estas palabras, Barbara Ehrenreich en su libro Sonríe o muere; un libro en el que, en parte, responsabiliza de la crisis de 2008 al pensamiento positivo.

Y es que, si te quedas en el paro, basta con una actitud alegre y confiada para salir de él, aunque te hayan rechazado ya el currículum en mil sitios. Tampoco importa que el planeta se vaya al demonio; tú abrázate a un pino que no haya tronchado Filomena y el dióxido de carbono desaparecerá de la atmósfera con la siguiente respiración profunda. Porque todo ha de ser guay, indoloro, fotogénico —esté justificado o no—, pues la clave reside en saber ver el lado luminoso de la vida, como le cantaban a Brian mientras agonizaba en la cruz de los Monty Python.

Así que iba a contarles hoy que no es verde todo lo verde que reluce, sino negro, bastante negro. Me refiero de las energías renovables. Extraer los metales y las tierras raras necesarios para llevar a cabo la transición energética produce una contaminación del suelo superior a la de los combustibles fósiles. Eso sin contar las balsas de lodos tóxicos, los cráteres, la desertización de la zona y los pueblos con cáncer que suponen tales extracciones.

Y, sin embargo, no podemos seguir más tiempo con los combustibles fósiles y un sistema basado en el crecimiento constante. ¿Cambiará la población de los países desarrollados sus hábitos de consumo? Lo dudo. ¿Que, a pesar de las dificultades, hay que ir a un modelo más sostenible? Sin duda. La pregunta es cómo.

Ahora bien, como los que emborronamos cuartillas en los periódicos dependemos del lector, no me atrevo a desarrollar más el tema, no sea que alguno se ofenda, me acuse de aguafiestas, de escribir columnas que generan ansiedad o de algo mucho peor: de no ir a misa los domingos.