El 26 y 27 de noviembre, Madrid no vivirá solo una huelga universitaria: vivirá un grito colectivo contra el intento de Ayuso de convertir la universidad pública en un negocio más al servicio del capital privado. Estudiantes, profesores y personal de administración salen a la calle porque la situación ya es insostenible. La Comunidad de Madrid está asfixiando financieramente a sus seis universidades públicas mientras multiplica las facilidades y el negocio de los campus privados. El resultado es tan grave que la Complutense —la mayor del país— ha tenido que pedir un crédito de 35 millones de euros para pagar nóminas. No es un aviso. Es una emergencia.

Lo que está en juego estos días no es un ajuste presupuestario, ni un debate técnico, ni un desacuerdo entre rectores y Gobierno regional. Lo que está en juego es un cambio de modelo. Ayuso aspira a que la universidad pública deje de ser un derecho y pase a ser un privilegio reservado a quien pueda pagarlo. Por eso Madrid es la comunidad que menos invierte en su universidad pública y, al mismo tiempo, la que más promociona universidades privadas que cuestan 15.000 o 20.000 euros al año. ¿Quién puede permitirse eso? ¿Quién quiere una región donde estudiar dependa del dinero y no del mérito?

La nueva Ley de Enseñanzas Superiores, Universidades y Ciencia (LESUC) es el instrumento con el que Ayuso ha decidido culminar este giro. Una ley sin diálogo con la comunidad universitaria que, lejos de mejorar el sistema, debilita la autonomía institucional, reduce la participación democrática y abre de par en par la puerta a la entrada de capital privado en las universidades públicas. El borrador es inequívoco: las universidades podrán constituir fondos de inversión para buscar recursos. Convertir a una universidad pública en un vehículo financiero no es modernizarla: es mercantilizarla.

Pero la LESUC no se queda ahí. También endurece las sanciones contra las protestas estudiantiles, limitando un derecho tan básico como la movilización en los propios campus. Mientras tanto, una oficina controlada por el PP y por representantes vinculados al negocio universitario privado tendrá la llave del control financiero de las universidades públicas. Lo que en Sol llaman “ordenar el sistema”, la comunidad académica lo llama por su nombre: asalto a la autonomía universitaria.

Por eso no sorprende que los decanos y decanas de la Complutense hayan firmado un manifiesto conjunto, un gesto casi inédito. Tampoco sorprende que las seis universidades públicas lleven meses alertando de que la financiación es insuficiente y que sus estructuras empiezan a quebrarse. No es ruido. No es ideología. Es una cuestión de supervivencia institucional.

Desde el Gobierno de Madrid, sin embargo, la respuesta es siempre la misma: negación y propaganda. La consejera Rocío Albert presume de un aumento del 6,5% para las universidades. Pero cuando vienes de más de una década de recortes, cuando la inflación desde 2009 supera el 30%, y cuando la inversión pública apenas llega al 0,46% del PIB madrileño, hablar de incremento es casi una burla. La ley estatal marca un mínimo del 1%. Madrid no llega ni a la mitad.

Mientras tanto, las universidades privadas viven una auténtica edad de oro. En solo seis años, el fondo de inversión dueño de la Universidad Alfonso X el Sabio ha duplicado el valor de su operación y ya supera los 1.000 millones. En Madrid ya hay 14 universidades privadas frente a solo seis públicas. Más del doble. Y cinco de ellas no cumplen los nuevos estándares mínimos de calidad que exige el Ministerio de Universidades. ¿Qué hace Ayuso? Combatir esos requisitos en los tribunales y proteger a sus aliados privados.

La estrategia es transparente: asfixiar lo público mientras se desregula lo privado. No invertir en infraestructuras. No aumentar plantillas. Permitir que los campus públicos acumulen déficit mientras se facilitan nuevos centros privados con requisitos mínimos y beneficios asegurados. No es una teoría. Es un plan político que ya está en marcha.

Y las consecuencias están a la vista. Laboratorios obsoletos. Bibliotecas sin fondos. Contratos precarios. Retención de talento imposible. Facultades enteras que no pueden asumir sus gastos básicos. Grupos de clase masificados —de 50 alumnos donde debería haber 30— que deterioran la calidad de la docencia. Estudiantes que se quedan sin plaza en asignaturas troncales porque no hay profesorado para abrir nuevos grupos. Y, mientras tanto, los alquileres universitarios disparados, haciendo aún más difícil el acceso a la educación superior. ¿De verdad esta es la “Madrid de vanguardia” que vende Ayuso?

Los decanos de la Complutense lo han dicho sin rodeos: la excelencia no surge de la nada. Requiere financiación, estabilidad y respeto institucional. La universidad pública madrileña sostiene la mayor comunidad académica del país y aparece en rankings internacionales año tras año. Pero sin recursos, ese corazón académico deja de latir. No hay más.

Los rectores también han lanzado repetidamente su SOS. En 2024 advirtieron de la insostenibilidad económica. Este año, el rector de la UCM ha vuelto a alertar de que necesita un préstamo de 34 millones para pagar nóminas. Y el rector de la URJC, Abraham ha dicho que su universidad es la peor financiada de España, con presupuestos prácticamente congelados desde hace más de 20 años. No son declaraciones menores. Es la constatación de un colapso anunciado.

Profesores de la Complutense hablan directamente de “explotación”: contratos temporales, salarios bajos y pocas opciones de desarrollo docente o investigador. Lo público funciona gracias al compromiso de quienes trabajan dentro, no gracias a la gestión de Ayuso. Y esa generosidad tiene un límite.

Por eso la huelga del 26 y 27 de noviembre no es una protesta más. Es un “hasta aquí” colectivo. Una llamada a la responsabilidad social. Una defensa del modelo que permitió a millones de jóvenes —incluyendo a quienes hoy gobiernan— estudiar independientemente de su origen. Lo que está en juego es la igualdad de oportunidades, el ascensor social, la creación científica y el pensamiento crítico.

Y también es un mensaje político: si desmantelar la universidad pública no tiene coste, seguirán haciéndolo. Pero si la comunidad académica, las familias, los estudiantes y la ciudadanía madrileña se plantan, la historia puede cambiar. La defensa de la universidad pública no es ir contra nadie. No es ideología. Es la convicción de que el talento de un país no puede depender del dinero.

España necesita ciencia, investigación, tecnología, humanidades, pensamiento. Y todo eso nace en universidades públicas fuertes, libres y bien financiadas. Lo contrario es hipotecar el futuro de Madrid y de sus jóvenes.

Por eso estos dos días de huelga son algo más que un gesto. Son un acto de dignidad. Una llamada a defender el bien común. Una línea roja que Madrid, por justicia y por futuro, no debe permitir que se cruce.

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