Hace ya más de dos décadas que terminé mi doctorado en Filología, en la especialidad de Teoría de la Literatura. No dediqué esos años a estudiar y a redactar una tesis doctoral por ningún objetivo concreto. Nunca he sido persona práctica. Simplemente siempre me gustó la Literatura y siempre he tenido, y sigo teniendo cada día más, una inquietud natural por aprender. Cuento esto porque, recién terminado mi doctorado, la Universidad me invitó al acto de Inauguración del nuevo curso académico y, a la vez, al acto de investidura de los nuevos doctores. Fue todo precioso e inolvidable. Pero en ese acto se habló y se dejó escrito (en la documentación que se nos entregó) algo que  me impactó y que, con el tiempo, es lo que más recuerdo de aquel día.

Varios años de investigación académica supuestamente nos otorgaba cierta capacidad investigadora y nos había entrenado en el método científico. Y ello es fundamental  en la búsqueda de la verdad y en el análisis de la realidad (subrayo lo de “supuestamente); por eso se nos hacía prometer simbólicamente a los nuevos doctores que íbamos a utilizar ese aprendizaje siempre a favor de la verdad y del bien, en todo lo largo de nuestra vida. Y es que, al menos en teoría, las universidades son el núcleo fundamental donde se gesta el avance en el conocimiento y en el progreso, así como en la transformación del ser humano, de las sociedades y, por tanto, de los países. Y su función principal es alentar la investigación, generar y difundir el conocimiento, y propagar y defender el humanismo, la honestidad intelectual y la excelencia.

Todo esto en teoría, porque las cosas muchas veces funcionan de una forma muy diferente (mucha gente sin estudios superiores es excelente, y al contrario). Por ejemplo, en lugar de ser un lugar dedicado a la ciencia, al conocimiento y a la razón, la Universidad suele funcionar de manera excluyente, elitista y como una maquinaria hermética y muy poco democrática; y lejos de contribuir a la difusión del conocimiento, suele quedarse anclado en las élites académicas sin expandirse en la sociedad  general, lo cual, en mi opinión, debería ser su principal objetivo.

Y, como estamos comprobando, el Partido Popular y sus medidas neoliberales, como el Plan Bolonia (ideado por las derechas europeas para ir privatizando la Educación superior), muy lejos de todo eso, ha conseguido que la Universidad se esté convirtiendo en un negocio, en un mercado; además muy politizado. De excelencia, muchas veces nada de nada, sino todo lo contrario. Todos hemos oído o leído en los últimos tiempos innumerables casos de corrupciones, corruptelas, amiguismos, sobornos, y actuaciones de todo tipo que nada tienen que ver con la investigación y la difusión de la cultura, sino con procederes y conductas propias de mafias organizadas alrededor de los sectores políticos que buscan controlar el poder académico y beneficiarse de mil modos y maneras de él.

Recordemos, por ejemplo, el caso de los graves escándalos ocurridos en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), de la Comunidad de Madrid. Una Universidad (llamada “la universidad pepera”) que creó Ruíz Gallardón, y que se convirtió, tras años de corrupción y nepotismo, en un perfecto reflejo del Madrid del Partido Popular. Nombramientos a dedo, plagios, títulos de másteres para políticos de la derecha, fraudes en expedientes académicos...;  y, por poner un ejemplo bochornoso y más que significativo, en 2018 se supo, según diversos medios, que cientos de italianos venían a esta Universidad para conseguir un título,  previo pago, que les evitaba la realización de un máster en Ciencias Jurídicas que exigen en Italia para poder ejercer la abogacía. Los del Partido Popular han conseguido corromper y politizar la Universidad, acabar con la Investigación y convertir los ámbitos académicos en un cortijo propio más. Y en eso siguen.

En ese contexto, y en esa Comunidad Autónoma, su presidenta, Díaz Ayuso, acaba de recibir el día 24 de enero el reconocimiento de alumna ilustre en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, la más importante y reconocida universidad española. Lógicamente, diversas asociaciones universitarias promovieron concentraciones contra este nombramiento con la consigna “No en nuestro nombre. Ayuso persona non grata”. Y lógicamente también, el ministro de Universidades, Joan Subirats, afirmó sobre Ayuso que “Degrada la enseñanza con su política universitaria”.

Y me pregunto ¿qué tiene que ver la actual presidenta de la Comunidad de Madrid con la excelencia, con la investigación, con el progreso, con la ciencia, o con la búsqueda de la verdad, que es la columna vertebral de la cultura y del conocimiento? Lejos de eso, sabemos que su partido, el PP, en lugar de buscar la verdad la esconde. Y sabemos que es un gran aliado de los ámbitos religiosos, cuyos idearios sabemos que son la mayor antítesis de la democracia, de la ciencia y la razón, vulnerando así la laicidad del Estado. Y sabemos que niega el cambio climático, que es una evidencia científica, y debe ser una prioridad para cualquier representante público. Decía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, que los países deberían ser gobernados por las personas de mayor prestancia intelectual. Desgraciadamente, no suele ser el caso. Y, a veces, demasiadas veces, todo lo contrario.

Coral Bravo es Doctora en Filología