Si a cualquiera de quienes llevamos algo de tiempo paseando nuestra toga por los juzgados y tribunales de nuestro país nos nombran el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, a buen seguro que un escalofrío nos sacude por dentro. Puede que mucha gente no lo recuerde, pero quienes nos dedicamos al Derecho Penal recordamos perfectamente la reforma de este precepto en 2015 que limitaba el plazo de la instrucción a 6 meses. Esto es, que desde que un asunto entraba en un juzgado hasta que quedaba listo para juicio no podían pasar más de 6 meses. Una verdadera bomba con temporizador que anticipaba la impunidad de muchos delitos cuya investigación era compleja, máxime teniendo en cuenta la carencia de medios que es ya un cásico en nuestra administración de justicia.

Nuestros temores no tardaron en hacerse realidad, y varios casos de corrupción acabaron en nada por causa de este precepto. Ni que decir tiene que, desde el mismo día de su entrada en vigor, juristas de todos los pelajes insistimos en que se derogara semejante límite, y finalmente se consiguió. En 2020 se reformó el precepto y, aunque no se eliminó el límite de la instrucción, se amplió al doble de tiempo, 1 año, y se relajaron bastante las cosas. Por fortuna.

¿Y por qué cuento todo este rollo jurídico histórico? Pues porque, según parece, es una de las posibles reformas que se perfilan en el horizonte de acuerdos y desacuerdos que es nuestra política actual. Y, solo con imaginarlo, se me ponen a temblar hasta las puntillas de la toga. Volver atrás sería un error terrible. Y conste que hablo en términos estrictamente jurídicos, más allá de conveniencias o connotaciones políticas.

Por supuesto, las instrucciones judiciales nunca deberían eternizarse, y son absolutamente impresentables esos casos que son juzgados muchos años después de los hechos. Pero también es cierto que la justicia adolece desde siempre de una falta de medios personales y materiales que sonrojaría al más pintado. Y ahí es donde está la solución a esa lentitud, y no en fijar plazos imposibles de cumplir. Porque, afirmar que este es el modo de arreglar las cosas, sería tanto como reconocer que hasta ese momento no nos dábamos más prisa porque no queríamos. Y nada más lejos de la realidad. No hay más que echar un vistazo a las estadísticas de productividad, que reflejan una carga de trabajo que supera en más del doble la carga reconocida como recomendable.

Así que, señores políticos, pacten lo que quieran, pero déjennos trabajar. Que bastante tenemos con lo que tenemos

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)