Llevo tiempo pensando que pasaría. Y temiendo, a la vez, que pasara. Y creo que, en efecto, ha pasado. Hablo de la violencia de género. Hablo de la resignación. Y hablo, sobre todo, de ser invisible, un peligro cada vez más cercano.

Hace unos años, cuando el feminismo, el empuje social y un consenso político que hoy sería impensable consiguieron que se promulgara nuestra ley integral de medida de protección contra la violencia de género, pensamos que era el despegue de una carrera imparable. Pensamos que corríamos sin frenos por el camino de la igualdad y que nada ni nadie podría pararlo. De esa igualdad que es la verdadera vacuna contra la violencia de género.

Hoy, sin embargo, tras un tiempo en que cada asesinato suscitaba el reproche unánime de toda la sociedad, parece que este reproche está perdiendo fuelle. Y más que eso. El rechazo, los minutos de silencio y los homenajes van reduciendo su círculo de repercusión hasta quedarse en el último reducto del pueblo de la víctima, de su círculo estrecho. Ni siquiera las redes sociales gritan como gritaban la condena a cada hecho, y el grito se convierte en susurro. Y a veces ni eso. No hay más que comparar la repercusión del último asesinato con lo que sucedía en un caso igual hace unos pocos años.

Pero reflexionemos. No es cansancio, ni resignación, ni siquiera costumbre. Es la tormenta perfecta. Se va quitando fuelle al tema hasta que deja de sentirse como un verdadero problema, como muestran, por desgracia, las encuestas del CIS, y ya está el terreno abonado. Se puede quitar el tema de la violencia de género de las mesas de negociaciones, porque ya no hay un respaldo social que obligue a que esté ahí. Y eso puede permitir que quienes niegan la existencia de la violencia de género impongan su censura y sus perjuicios a cambio de un puñado de votos.

Ojalá me equivoque. Ojalá los tambores de guerra que retumban en nuestras cabezas me hagan verlo todo más negro de lo que es y mis temores no tengan fundamento. Ojalá solo nos hayamos tomado un respiro en el camino para lograr la igualdad, una pausa para avituallamiento que haga que retomemos con más fuerza.

Pero, por si acaso, no olvidemos que, cuando de igualdad se trata, todo lo que no sea avanzar es retroceder. No podemos dar ni un paso atrás.