Desde que la Iglesia católica redujo el infierno a un simple estado mental y confiscó a Satanás sus atributos físicos —las feudales pezuñas de macho cabrío, los cuernos aljamiados, las alitas de murciélago anoréxico y su colonia de Loewe con fragancia de azufre—, el demonio no levanta cabeza. Ahora está a la espera de que un juez determine si le da asilo en un rincón humanitario de Segovia o si lo devuelve al infierno en una fulminante deportación exprés, como si Lucifer fuera un mariachi ilegal, cuando lleva siglos asustándonos didácticamente desde los canecillos y capiteles de las iglesias románicas. Y cuando incluso hace todo lo posible para que no nos olvidemos de él reencarnándose en Trump y multiplicándose en su séquito de diablos subalternos que son los líderes nacionalpopulistas, entre ellos Santiago Abascal, a quien, si ustedes se fijan bien, se le estira bajo el mentón una inquietante barbita de chivo mefistofélico.

Confieso que estoy preocupado. El ángel rebelde de El paraíso perdido de Milton —una obra que habla menos de Satán que de la libertad— peligra. Resulta que un grupo católico se niega a que la escultura de un demonio kitsch e inocentón ocupe el final de la calle de San Juan, cerca del acueducto segovianí, porque sus miembros consideran que no solo ofende sus sentimientos religiosos, sino que temen que la estatua “atraiga a turistas que adoren a Satán”. No, no es broma ni una muestra del humor segoviano. El Ayuntamiento, resuelto a imponer su voluntad más o menos artística, alega que la instalación de la imagen pretende un doble propósito: homenajear la leyenda local según la cual el demonio —y no la Roma de los Monty Python— construyó el acueducto en una sola noche, y dirigir el turismo a un barrio poco frecuentado por los visitantes.

El diablo da bastante menos miedo que los que pretenden combatirlo

El caso es que la asociación católica no se ha dejado convencer y ha conseguido paralizar la colocación de la estatua. Ahora será el juez, ya digo, quien decida la suerte del Belcebú urbanita. Una obra que, para decepción de los telespectadores de Ana Rosa e indignación de los ultramontanos, seguro que no promoverá misas negras ni amparará botellones satánicos. Sobre todo porque este demonio está más cerca de un fauno nudista de Rubens con sobrepeso que del espeluznante diablo gótico de los hermanos Limbourg, aquellos, ya saben, que le dibujaron un cómic magistral al libro de horas del duque de Berry. En otras palabras, que el diablillo fondón de Segovia da bastante menos miedo que la asociación que pretende combatirlo. Por si fuera poco, el Lucifer que ha ideado el escultor Abella sostiene en la mano un móvil con el cual se hace un selfi en que se adivina, al fondo de su cabezota de hogaza, no un Auschwitz metafísico de gritos y llamas, sino el simpaticorro perfil de queso de Gruyère del acueducto. En fin, yo creo que este diablillo con pintas de aplicado cervecero bávaro no seduciría ni a la bruja Aramís Fuster de viaje esotérico y lechal por el mesón de Cándido (un beso, querida).

En cambio, sí ha seducido a este grupúsculo histeriocatólico, que carece, entre otras cosas, de sentido del humor. Pero ya sabemos desde san Juan Crisóstomo que la risa, ¡penitentiam agite!, es maléfica, inicua, diabólica y pecaminosa. De ahí que, en nombre de la pureza, algunos se obstinen en echar más mierda a una sociedad rebosante de odio, amenazas, censura, denuncias y prohibiciones. Que estas gentes se toman una viagra teológica y ya no hay quien las pare, oiga. Y ahí los tiene usted, con los vergajos morales bien enhiestos, repartiendo altruistamente leña a cuantos disienten de sus principios, que no son más que los del wahabismo importado desde Arabia Saudí a ciertas sacristías mentales de Segovia.

Por otro lado, ni las dos mujeres que encabezan esta asociación de tragasantos ni el resto de sus componentes y simpatizantes parecen muy leídos. Su comportamiento induce a pensar que ignoran incluso la historia de su religión. ¿Saben, por ejemplo, que hasta la irrupción de la primitiva pintura flamenca el diablo era, por lo general, una figura grotesca, torpe y hasta divertida, no muy diferente de la proyectada por Abella? ¿Saben que Papini, escritor católico militante, no disimuló su simpatía por Lucifer en El diablo, un ser al que Dios, como hijo suyo que era, perdonaría al final de los tiempos? ¿Conocen la Epistola Luciferi ad malos principes ecclesiasticos, una carta en la que el mismísimo Satanás agradece al clero su codicia, lascivia, ebriedad y ambiciones mundanas porque, gracias a curas y frailes, el infierno está lleno? ¿Qué tiene que decir esta asociación de la extendidísima pederastia eclesial? ¿La condenan? Bueno, sí, pero primero tenemos que impedir, con la ayuda de Dios, que la estatua de Abella convoque en Segovia a todas las huestes del Príncipe de las Tinieblas, incluidos los fans de Mario Vaquerizo, claro.

En nombre de la pureza, algunos echan más mierda a una sociedad rebosante de ella

No sé, pero si el juez les da la razón, y a menudo los jueces no parecen muy razonables, nuestros salafistas autóctonos de cáspita y recórcholis no vacilarán, ya puestos, en arrojar a la hoguera de las vanidades algunas obras de Liszt, de Beethoven o la espléndida Child in time de Deep Purple y hasta la melodía amarilla de los Simpson. Porque todas estas piezas son satánicas. En ellas aparece nada menos que el diabolus in musica, un intervalo tonal prohibido desde la Edad Media hasta el siglo XVIII. Su acongojante sonido de thriller, según el monje Guido d’Arezzo, era una grieta por la que Luzbel se introducía en nuestras almas.

En fin, podría seguir, pero no vale la pena. Para aliviarles el mal humor a estos exorcistas frikis, les recordaría que no solo Madrid, sino Turín y Quito albergan en su callejero sendas esculturas dedicadas al demonio. Y les sugeriría que leyeran la Coena Cypriani (La cena de Cipriano), una parodia burlesca de la Biblia que Rábano Mauro, abad y teólogo benedictino del siglo IX, versionó y justificó porque “Dios no necesita nuestra hipocresía”. O les recomendaría que corrieran a colocar una advertencia de película X sobre ciertos relieves de las misericordias del coro de la catedral de Zamora, como aquel en que un clérigo introduce una mano bajo las faldas de una mujer mientras la confiesa delante de su criada. O que apartaran la vista de aquel otro en que un diablo pedorrea a un fraile que lee un libro. Por respeto a su infantilismo y gazmoñería, no les hablaría, sin embargo, del risus paschalis, que se practicaba en España posiblemente desde la época visigótica, y en el que, llegados la Navidad, los Santos Inocentes, el Año Nuevo, el domingo de Resurrección o el de Pentecostés, atronaban las carcajadas en las iglesias. Allí se celebraban bailes, mojigangas y pantomimas, se oían sermones jocosos, se recitaban poemas obscenos, y el sacerdote, en determinado momento de la misa, se subía la casulla, y luego el alba, y sin más ropas ya que colocarse en la cabeza, se masturbaba delante de las risotadas de los feligreses. Una fiesta esta, la del risus paschalis o risa pascual, que los teólogos de París defendieron frente a las condenas de Roma, y que, en determinados lugares de Europa, pervivió casi intacta hasta el siglo XVIII.

Nuestros salafistas autóctonos arrojarán a la hoguera de las vanidades incluso la melodía de los Simpson por satánica

Porque ni en el cuerpo, ni en el humor, ni en la literatura, ni en la música, ni en la pintura, ni en la escultura se encuentra Lucifer. Sí está, en cambio, en el odio de los moralistas, en los burdeles económicos de Wall Street, en los populismos de todo a cien, en la cocacola, en un niño católicamente violado, en el darwinismo social, en la depresión, en las fotografías de Nachtwey, en los plásticos, en la comida basura, en una alcayata comprada en Amazon, en el inmenso bosque de ahorcados bajo un interminable lunes al sol y en varios etcéteras más. Pero algunos solo pueden ver al Maligno en la escultura de Abella. Pobres diablos.