Son las 23:59 de un sábado de julio en un pequeño pueblo de la Sierra de Segura (Jaén). Aunque ya todo está preparado y la verbena estaba anunciada para las 23:30, los vecinos van llegando a cuentagotas a la plaza del Ayuntamiento. Las calles desiertas van cobrando un poco de vida, tras una jornada especialmente cálida. Lugareños y foráneos abandonan sin prisa sus refugios, comprobando con decepción que aún a esas horas aprieta el calor. Muchos se conocen, se detienen a hablar de sus temas preferidos, se intentan animar mutuamente ante la expectativa del festejo popular. Sin embargo, hay quien emprende el camino inverso y se retira a dormir, por tener obligaciones que atender al día siguiente. 

No más de 100 personas, con una media de edad por encima de los 40 años, llegan a congregarse en una plaza muy reducida, donde ha quedado poco espacio libre después de instalar un minúsculo escenario y una barra para venta de bebidas. Comienza la fiesta para algunos y la pesadilla para otros. 

La cantante de la banda, micrófono en mano, se arranca por Rocío Dúrcal, repasando sus principales rancheras. Proyecta la voz hasta el límite de la afinación, asistida por un potente altavoz que expande el sonido por todo el pueblo y la sierra circundante. No solo canta, sino que anima constantemente al público a que le acompañe, con gritos y aspavientos. Aquel le corresponde con agrado, al tratarse de un repertorio archiconocido, que bien podría ser la lista de canciones de un karaoke. El caso es que no se trata de una selección sino del repertorio completo. Más de 200 canciones, una tras otra, sin apenas descanso, sin apenas criterio para saltar de Estopa a Miguel Ríos, del ‘Sarandonga’ al ‘Show de Xuxa’, incluso del ‘Follow the leader’ a ‘Highway to Hell’ de AC/DC. Y así hasta las 6 de la madrugada. Sí, hasta el amanecer. Vamos… ¡ni el Arenal Sound! 

A la familia que había elegido un apartamento rural para descansar lejos del estrés de la urbe, le resulta imposible conciliar el sueño. «¿Y a quién le importan estos forasteros? ¡Si no le gustan nuestras costumbres, que se vayan por donde han venido!», podría alegar cualquier artífice del festejo. «En verdad -piensa la pareja viajera- una mala noche la soporta cualquiera». Pero la hija también anda desvelada, quejándose. El perro, asustado, se escondió bajo la cama y no ha querido volver a salir. Y no se trata de aguantar. Que en un lugar orientado al turismo rural se permitan estas licencias contra el descanso, ¿no es darse un tiro en el pie? Tampoco olvidemos al vecino que al día siguiente tiene que trabajar. O al que está enfermo. 

Ya son las 3:30 de la madrugada. ¿A quién acudir? Ni siquiera hay policía y es el propio Ayuntamiento el que ha organizado la fiesta. La familia que buscaba unas vacaciones tranquilas, de repente se siente timada, frustrada, desprotegida, obligada a trasnochar soportando un ruido excesivo. La ansiedad va en aumento y se preparan para afrontar una larga noche de pesadilla, sin saber siquiera cuándo acabará. 

En España existe una norma consuetudinaria (basada en la costumbre) por la cual se convierte en ruido casi cualquier evento veraniego. No en vano, irónicamente, a ‘estival’ solo le falta una «f» para convertirse en ‘festival’. En cada rincón del país se incorporan diferentes elementos: campanadas, charamitas, tamboradas… por no hablar de la pirotecnia y sus horribles efectos en nuestras queridas mascotas, con al menos un 30-40% de casos de ataques de pánico. Sin olvidar que también causa serios daños a la vida silvestre, tanto en hábitats acuáticos como terrestres, al enmascarar el ruido ambiental y aumentar los riesgos de inanición y depredación, entre otras consecuencias. Afortunadamente, cada vez más municipios entran en razón y prohíben que se recurra a la pirotecnia para la celebración de sus fiestas. 

Cualquier estruendo puede resultar útil para aderezar este tipo de acontecimientos populares, que normalmente hunden sus raíces en fiestas patronales de carácter religioso. Sin embargo, es difícil hallar algún tipo de relación coherente entre el apóstol Santiago y una banda de músicos itinerantes deleitando a un público progresivamente ebrio con la canción ‘Sufre, mamón, devuélveme a mi chica’, de Hombres G. Cabe imaginar lo que habría pensado el propio apóstol o, aún peor, la Orden de los caballeros santiaguistas en pleno Medievo, sobre esta forma de honrar su memoria. Pues bien, la misma coherencia tiene el abuso del ruido si lo que se pretende es fomentar la cohesión y la diversión de todos en un barrio, pueblo, aldea o zona residencial. 

En la práctica, esa norma tácita que consiente armar jaleo sin límites en días de fiestas populares se ha elevado a lo más alto del ordenamiento jurídico, incluso por encima de los derechos fundamentales. Pero en verdad nada justifica el perjuicio. Ni siquiera el hecho de que quienes desean y disfrutan el festejo sean mayoría. La minoría, y cada ser individualmente considerado, tiene derecho al descanso. Entre otros motivos, porque guarda relación con el derecho a la salud y hasta con el derecho a la inviolabilidad del domicilio, como vienen defendiendo numerosos especialistas. 

También el periodista Jorge Fauró comentó recientemente que apenas hay debate sobre la adaptación de los festejos populares a los nuevos tiempos. Y, cada vez más, van surgiendo movimientos ciudadanos bajo el lema ‘Stop Ruido’, que denuncian esa sinrazón tan extendida de que se pueda conculcar impunemente el derecho a no ser molestado. Incluso existen ya agrupaciones profesionales que lo combaten desde el plano legal y mediático, como ‘Juristas contra el Ruido’. 

Por otro lado, quienes abogan por continuar con las tradiciones de este modo (provocando ruidos molestos sin miramientos de ninguna clase), suelen adoptar una actitud radical y polarizada, que deja poco margen para el debate: «tú lo que quieres es cargarte nuestras costumbres»; «así es como se hace siempre y así debe seguir»; «si no te gusta, vete a otra parte». En resumen: «Estás con nosotros o contra nosotros». Tanto es así que pocos alcaldes o concejales de festejos se aventuran a acometer cambios en este asunto. En estos casos, vence el inmovilismo más rancio y la versión más berlanguiana de la España rural. Sin embargo, la cuestión no es baladí: esos responsables públicos prevarican al permitir o incluso fomentar el incumplimiento de la ley y de las propias ordenanzas municipales (pues la regulación de este tipo de ruidos molestos, relacionados con la convivencia vecinal, es competencia de los Ayuntamientos).

La contaminación acústica es un mal de nuestro tiempo al que se presta muy poca atención, a pesar de que se ha instalado en numerosos contextos de nuestra vida cotidiana y, desde un punto de vista objetivo, causa efectos nocivos a personas y animales. 

¿Se trata de suprimir la típica verbena de los pueblos? No, en absoluto. No es necesario. Existen soluciones fácilmente aplicables, como reducir el horario o adelantarlo, limitar el nivel de decibelios, trasladar la celebración a las afueras… En cualquier caso, nunca la libertad de unos debería cercenar la de otros. Y, ciertamente, parece que no existe la voluntad de respetar el libre albedrío de quienes optan por no participar de tales actividades o simplemente necesitan descansar. Es probable que sean tachados como una panda de aguafiestas, aburridos y antisociales, sin más. 

Pero, aparte de todo esto, está la cuestión ética. O más bien su relajación, con una especial incidencia en la época estival. Todo el mundo corre a evadirse de la rutina, huye de noticias negativas, busca aliviarse tras el mal trago de la pandemia y apenas repara en el impacto ambiental de sus acciones. Así nos va.

De acuerdo. Celebremos mientras podamos. Pero si solo te ríes tú, el chiste no tiene gracia. Deben existir unos límites razonables para lograr un bienestar sostenible y común a todos. Basta con aplicar la empatía, algo básico en toda forma de convivencia. 

(*) Juan Patricio Peñalver es licenciado en Derecho y profesor de Economía y Emprendimiento.