En toda mi vida solo he estado detenido una sola vez. No fue en Barcelona, donde he residido siempre, sino en Madrid. En concreto, en la entonces tan siniestra Dirección General de Seguridad, reconvertida con la llegada de la democracia en la sede central de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol. Fue en 1974, no puedo precisar la fecha exacta. Duró una sola noche y terminó bien, al menos para mí y para otros detenidos. Y ello a pesar de que aquel día conocí y fui interrogado por un para mí hasta aquel día desconocido pero destacado miembro de la Brigada Político-Social (BPS), que hacía años que era ya tristemente famoso entre los demócratas madrileños: Antonio González Pacheco, Billy el Niño, al que el coronavirus por suerte se ha llevado por fin al infierno.

Fue aquella una detención un tanto absurda, pero que pudo tener unas consecuencias muy graves, tanto para mí como sobre todo para mi compañero de detención, el gran músico y cantautor uruguayo Daniel Viglietti. Nos detuvieron en el interior del Teatro Monumental, minutos después de su recital de presentación en Madrid. Viglietti era ya entonces una de las grandes figuras de la música y la canción popular latinoamericana, comparable solo con los más grandes, como Atahualpa Yupanqui, Alfredo Zitarrosa, Mercedes Sosa, Pablo Milanés, los ya desaparecidos Violeta Parra y Víctor Jara… Cuando Daniel fue encarcelado, en 1972, por la dictadura militar uruguaya, la protesta encabezada, entre otros, por Jean-Paul Sartre, François Mitterrand, Julio Cortázar y Óscar Niemayer, hizo que fuese excarcelado y expulsado de su país. Primero en Argentina, muy poco después en Francia, Viglietti vivió un largo exilio, hasta finales de 1984.

Yo le había conocido en París, escribí el texto del programa de mano de su recital de presentación en el barcelonés Palau de la Música Catalana, y fue él quien quiso que estuviera también en su debut en Madrid. Aunque en su recital en la capital catalana fue tan triunfal como el que luego tuvo lugar en Madrid, en este último hubo importantes incidentes en el exterior del teatro, entre los asistentes y un numeroso y muy aparatoso despliegue de la Policía Armada (PA), dirigido por agentes de la citada BPS. Se practicaron muchas detenciones indiscriminadas y con un uso desproporcionado de la violencia.

Mientras, en el interior del Monumental, Viglietti y algunos amigos y conocidos -su editor catalán, el abogado Claudi Martí, algunos críticos musicales madrileños, un equipo de la televisión pública sueca y yo mismo, entre otros- celebrábamos tranquilamente el éxito de aquel recital. De repente se produjo una irrupción inesperada de un grupo de policías armados que procedieron a identificarnos y, siguiendo unos criterios arbitrarios, procedieron a la detención de algunos de los allí reunidos. Ignoro las razones, pero Viglietti y yo fuimos esposados juntos y así fuimos trasladados en un jeep de la PA a la Dirección General de Seguridad. Allí, tras ser fichados, seguimos esposados entre nosotros, junto a muchos otros detenidos, en obligado silencio y sin poder apoyarnos en la pared. Claudi Martí, temeroso de que Daniel pudiese ser deportado a Uruguay, aprovechó que no le habían detenido, fue al hotel donde estaban alojados él y Viglietti, empacó las cosas de Daniel, compró un billete de avión para que volviera de inmediato a París y se instaló en la Puerta del Sol, a la espera de trasladarle lo más pronto posible al aeropuerto de Barajas.

Al seguir esposados juntos, Daniel y yo fuimos interrogados también juntos. Por casualidad o no, fue Billy el Niño quien se ocupó de nosotros. Me costó mucho convencerle que yo había asistido al concierto de Viglietti en Madrid para hacer la crítica musical para Diario de Barcelona, pero se lo confirmaron de parte de mi director, Manuel Martín Ferrand. No obstante, al saber que mi compañero de esposas era Viglietti -parecía desconocerlo-, soltó “Así, ¡tú eres la madre del cordero!”, y Daniel, desconocedor de esta expresión castellana tan popular, contestó simplemente “¿De qué cordero?”. Entonces sí que temí por nuestra integridad física. En especial por la de Viglietti, pero también por la mía. Por suerte no hubo ninguna explosión de violencia. González Pacheco contrastó algunos datos, hizo unas llamadas telefónicas y nos comunicó que quedábamos en libertad, pero que Daniel quedaba expulsado del territorio español de forma inmediata.

En la Puerta del Sol, Claudi Martí se llevó a Daniel Viglietti al aeropuerto. Yo me fui al hotel, muy aliviado. Y es que, como solía hacer en cada ocasión en que me trasladaba a Lisboa -desde el triunfo de la “revolución de los claveles”, en abril de 1974, venía haciéndolo con frecuencia, como enviado especial del “Diario de Barcelona-, transportaba documentos y otros escritos de la clandestina Unión Militar Democrática (UMD) -mis contactos eran Juli Busquets y Gabril Cardona--para algunos dirigentes del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) de Portugal, como Melo Antunes, Vasco Lourenço y António Reis. Repasé mi equipaje, me duché, desayuné copiosamente y me fui yo también a Barajas, para llegar a Lisboa pocas horas después.

Por suerte no volví a cruzarme nunca más con el criminal Antonio González Pacheco, el siniestro Billy el Niño que finalmente ha muerto a causa del Covid-19. Por el contrario, pero también por suerte, continué manteniendo durante muchos años unas excelentes relaciones de amistad con Daniel Viglietti. En París, en largas veladas su modesto domicilio de exiliado de la avenida del General Léclerc, también en Barcelona, en todos sus recitales y en alguna que otra larga conversación radiofónica, y asimismo en su Montevideo ya de nuevo libre y democrático. En uno de sus últimos recitales en Barcelona, Daniel me emocionó personalmente al recordar ante el público aquella tan rara detención conjunta en Madrid. Poco después, en 2017, Daniel Viglietti murió. Su extensa y espléndida obra como músico y cantautor nos queda como un legado eterno. También nos queda su ejemplaridad moral y cívica, incluso en su defensa de causas perdidas por fracasadas. Mientras, aquel tan despreciable Antonio González Pacheco, más conocido como “Billy el Niño”, merece solo el magistral poema de Mario Benedetti titulado “A la muerte de un canalla”. Léanlo atentamente, disfrútenlo, degústenlo. Y háganlo antes o después de escuchar también atentamente cualquiera de los muchos grandes discos de mi añorado amigo Daniel Viglietti, disfrutándolo y degustándolo.